Por Ilán Semo
La distancia que separa el anuncio que Enrique Peña Nieto hizo (en septiembre pasado) de la propuesta presidencial de política hacendaria, y la forma definitiva que habrá de adoptar esta política, debería hacernos reflexionar en la relativa (aunque no despreciable) eficacia que ha cobrado el Congreso en los últimos años. Pocas de las iniciativas originales quedaron sin modificar. Las impugnaciones en los medios, la acción de los lobbies, las abigarradas constelaciones parlamentarias, la movilización social, son hoy factores que pueden modificar cualquier política que proviene desde Los Pinos. La nueva relación entre los poderes de la Unión, mediada por la posibilidad del conflicto y la realidad de la negociación, configura acaso uno de los pocos espacios en los que prosperan (así sea a cuentagotas) las formas de gestión democráticas.
No obstante, hay aspectos de esas formas de gestión que muestran una desoladora continuidad. Todo lo que en el lenguaje burocrático se denomina el espacio de la cultura, referido a un renglón de gastos y presupuestos específicos, exhibe en la última década y media una reducción proporcional constante y acelerada en el abigarrado mapa del presupuesto federal.
En septiembre, Peña Nieto advirtió que los recortes a las instituciones culturales ascenderían por lo menos a 4 mil millones de pesos. Hace un par de días, el presidente de Conaculta, Rafael Tovar y de Teresa, anunció que la amenaza se había zanjado: no habrá recortes al presupuesto cultural, aunque las asignaciones a Canal 22, Educal, Estudios Churubusco y el Centro de Capacitación Cinematográfica se verán reducidas. ¿Quién entiende?
En cambio, el área de seguridad y el aparato (cada día más clientelar) del IFE recibirán partidas bastante más cuantiosas. Vistas desde el balance presupuestal, las expectativas son las siguientes: menos libros y más policías, menos programas culturales y más armas, menos exhibiciones de arte y más comercio de votos y espots electorales.
No existe hoy, al parecer, ningún argumento que convenza a los gobernantes actuales, y a la sociedad política en general, que la inversión en el mundo de la cultura tiene efectivamente algún sentido. El término moderno de cultura es tan antiguo como las postrimerías del siglo XVIII. Ahí se empleaba para definir costumbres, precisar distinciones sociales y marcar pertenencias a élites ilustradas. El Porfiriato modificó sustancialmente sus significados. En el mundo de las narrativas de la Bildung,el ser humano no sólo nacía sino que se hacía. Las metáforas agrícolas de la época son cuantiosas y jocosas. Lo que en la agricultura se hacía con las semillas, a cuyo crecimiento había que dedicar cuidados desde la siembra hasta recoger el fruto, podía ser extendido a los incipientes seres humanos a través de la lectura, la escuela, el arte y, en general, la formación.
Desde sus orígenes, para el Estado moderno mexicano, cultura significó que un pequeño grupo de seres formados y altamente educados debían crear las condiciones para que otros, que no gozaban de ese privilegio, se internaran en ese mundo. No obstante la precariedad y el elitismo de esta definición, las primeras administraciones de la Revolución –que heredaron, sin modificarlo, el concepto del régimen porfiriano– forjaron –no obstante las inclemencias de la guerra, la pobreza y la absoluta escasez de recursos– un espacio en el que las producciones culturales fincaron la legitimidad de un Estado que, para bien o para mal, perdura hasta la fecha.
Es impresionante que la tecnocracia, que gobierna al país desde finales de los años 80, educada en las mejores universidades del planeta (sin que ello garantice ninguna solvencia intelectual, técnica ni moral), no cuente con el menor atisbo de una visión sobre la función cultural del Estado moderno, como sí la tuvieron los protagonistas de la Revolución en los años 20, que en su mayoría no habían cursado la secundaria, o menos.
A lo largo del siglo XX, la esfera de los gestores culturales –los funcionarios de las instituciones– se enfrentó frecuentemente a la de los gestados –los creadores, los artistas, los pintores, los escritores–. La razón era sencilla. Para los gestores, cultura significaba la reproducción de un régimen de control sobre los creadores, con los beneficios para éstos que representaba el respaldo de una gigantesca maquinaria de Estado. Para los gestados, significaba a veces lo contrario: la producción de lo singular, escapar a la homologación, una posición frente al statu quo. Cabe decir que entre gestores y gestados se configuró una comunidad estrecha. Aunque podían llegar a enfrentarse, ambos se necesitaban. Los dividendos que produjo esa comunidad son hasta la fecha evidentes: cultura en México significó hasta hace poco un compromiso con lo público, la producción de obras y creaciones que vinculaban y entrelazaban al individuo con la sociedad.
Desde hace una década y media, esa comunidad y ese concepto se encuentran en entredicho. El mercado ha empezado a apropiarse del término para convertir a la cultura en otra forma de consumo: el último best seller, la última exposición en la galería de moda, la última obra teatral prescindible. Un libro es bueno, como decía una afamado editor, cuando se vende. Hay muchos críticos que por razones obvias han pensado que el mercado es simplemente incapaz de producir nada que tenga que ver con la cultura. Un tema a discusión. Este es un fenómeno global.
Aunado a este desplazamiento, se suman las limitaciones de una sociedad política embalada en el delirio de encauzar toda la fuerza del Estado a procurar votos inmediatos, prohijar formas de acumulación primitiva y alianzas que permitan la sobrevivencia para el mes próximo. Ni las administraciones panistas, ni ahora la del Partido Revolucionario Institucional, parecen percibir que en la inversión en el mundo de la cultura se encuentra una de las pocas opciones para forjar no la identidad del Estado, sino la de una sociedad en proceso de un cambio signado por la incertidumbre.
Fuente: La Jornada