Por Pedro Miguel
Una desgracia fue la cargada hacia el partido de individuos y grupos sin más interés que el de escalar posiciones y que, ante el hundimiento inminente o reciente del resto de las siglas partidistas, buscó arrimarse al poder por la vía de Morena, llevando consigo los vicios de sus afiliaciones anteriores…
El miércoles pasado el Tribunal Electoral ordenó la anulación del proceso de renovación de dirigencias que estaba en curso en Morena por considerar que el padrón de militantes no es confiable y le ordenó integrar a ese listado a quienes solicitaron su afiliación hasta 30 días antes del inicio del proceso. Esta grosera intromisión del órgano jurisdiccional en la vida interna de la organización es el episodio más reciente en la crisis en la que ésta se encuentra desde el 2 de julio del año pasado, fecha en la que el movimiento consumó una hazaña sin precedente y el partido protagonizó una victoria que habría de resultar catastrófica para sí mismo.
Aunque la inercia del triunfo impidió que la crisis empezara a hacerse evidente hasta bien entrado el año actual, los fundamentos del desastre se echaron desde el periodo de la transición: en esos cinco meses el partido perdió a la mayor parte de sus dirigentes –empezando por su dirigente máximo, quien desde el primer momento cumplió meticulosamente su propósito de evitar que en Morena rencarnara esa característica del viejo PRI de ser el partido del Presidente– y a buena parte de sus mejores cuadros, quienes se integraron a diversas tareas gubernamentales.
Por añadidura, mucha de la militancia creía en forma tan honesta como errónea que el objetivo supremo de Morena era poner en la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador, más que transformar la nación y construir un orden social nuevo. Ello generó un despiste generalizado que puede ponderarse con un dato horrible: en los pasados 11 meses el gobierno federal ha iniciado transformaciones de gran calado, se ha abierto paso entre las inercias institucionales y burocráticas heredadas y ha enfrentado feroces ofensivas mediáticas, judiciales y hasta delictivas –como los sabotajes huachicoleros a los ductos de Pemex– por la oligarquía corrupta desplazada del poder público; sin embargo, en ese lapso la militancia de Morena no ha sido convocada a una sola movilización en apoyo y defensa de la Cuarta Transformación de la que ha sido protagonista central.
Una tercera desgracia fue la cargada hacia el partido de individuos y grupos sin más interés que el de escalar posiciones y que, ante el hundimiento inminente o reciente del resto de las siglas partidistas, buscó arrimarse al poder por la vía de Morena, llevando consigo los vicios de sus afiliaciones anteriores. En previsión de las consecuencias negativas de ese crecimiento descontrolado y pernicioso, se tomó una decisión sensata, pero que nunca fue formalizada ni reglamentada por la dirigencia: restringir la militancia con plenos derechos a quienes se afiliaron hasta noviembre de 2017, lo que dejó en suspenso a los que llegaron en grandes cantidades en fecha posterior, ya fuera por razones legítimas o simplemente porque olfatearon la inminencia del triunfo electoral. Esa determinación, que buscaba preservar el predominio de la militancia abnegada que construyó la organización en un arduo trabajo de años, fue argumento central del tribunal para anular la elección.
Sin embargo, no fue posible evitar la proliferación en las filas de Morena de las actitudes más nefastas de la política nacional, alimentadas además por las desorbitadas prerrogativas económicas que desvirtúan la vida política del país y pudren todos los componentes de su sistema de partidos: la ambición de poder, el patrimonialismo, el clientelismo, las paranoias sectarias y la obsesión por aferrarse a los cargos produjeron una descomposición cuya expresión más lamentable es la parálisis del principal órgano de dirección nacional y su incapacidad de funcionar en forma regular y estatutaria.
En esas condiciones, para realizar la renovación de sus dirigencias, el partido tenía ante sí la alternativa de seguir el procedimiento estatutario o de aceptar la sugerencia presidencial de resolver el trance por medio de encuestas. Para poner en práctica la segunda se habría requerido de acuerdos políticos que, en ausencia de espíritu unitario, resultaban imposibles, así que se optó por lo primero. Pese a condiciones sumamente desfavorables, de la descalificación constante, de los estrechos márgenes de tiempo, de conductas mezquinas o abiertamente cavernarias exhibidas por algunos grupos y del acoso de grupos delictivos (Jalisco y Culiacán), se logró que más de dos tercios de los congresos distritales previstos se llevaran a cabo. El proceso mostró en forma cruda las mejores y las peores facetas de Morena: la entrega de organizadores voluntarios, la participación ordenada y cívica de cientos de miles de militantes, frente a las prácticas tradicionales del agandalle, la falsificación de acreditaciones y hasta el robo de la papelería electoral.
La situación actual tendría que ser una llamada de atención para la militancia en general, pero especialmente para líderes y dirigentes del partido. Morena tiene que dejar de mirarse el ombligo. El país está en otra parte.
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Fuente: La Jornada