Por Emilio Lezama*
Ulises Ruiz nunca aspiró a ser un ideólogo ni profeta, pero la historia tiene maneras macabras de instituirse. Cuando en 2006 declaró que “solo Dios pone y quita autoridades”, el entonces gobernador estaba sentando la doctrina que ha conducido al gobierno mexicano en los últimos dos sexenios.
Más allá de su connotación divina, la frase rebela algo sustancial sobre nuestro país: la existencia de al menos dos versiones distintas y en muchos casos contrarias de México. Un México que vota por sus gobernante y otro que se asume elegido por los dioses. Bajo esta lógica trastornada, la única forma de la rendición de cuentas es la confesión religiosa.
Esas dos versiones de México viven entornos tan disimiles que podría bien tratarse de dos países distintos. Por un lado está el México de las élites, las clases divinas a las que Ulises Ruiz hace alusión en su frase. Son ellas quienes quitan y ponen a las autoridades. Este es el México de la clase política. Sus integrantes conviven en las aulas de gobierno, en las páginas de sociales y en las listas que denuncian su corrupción.
La distancia entre este México y el resto del país es abismal. Y ese abismo vuelve casi imposible la desdeñada instalación de un Estado de Derecho (si es que alguno de ellos quisiera instaurar tal cosa). En México no puede haber representación ni rendición de cuentas no solo porque no existen los organismos que lo permitan sino porque la base votante y la clase política viven en dos realidades completamente ajenas. Estas realidades no son únicamente económicas, se trata de una diferencia en los códigos y el sistema en que habitan. Las reglas son distintas, el juego también.
Es así que entre los dos Mexicos se vuelve irreconciliable el concepto de legalidad. Las normas están hechas para proteger a los que las han creado. Como una hermandad, el gremio se protege a si mismo del pueblo. No solo para que el poder no sea manchado sino para que nadie más pueda acceder a él. Se atrincheran en normas, leyes, y regulaciones que configuran un laberinto únicamente descifrable para los insiders, que son ellos mismos. Para este México, el país es bondadoso, afluente en riquezas y oportunidades.
En ese sentido el Presidente Peña Nieto señala en su declaración patrimonial tener 9 propiedades. Argumenta que todas ellas fueron obtenidas por vía legal; casi todas “heredadas”. Si a éstas le agregamos las 4 propiedades de su esposa, la familia presidencial de un país que tiene 50 millones de pobres, posee 13 propiedades. ¿Es excesivo? Pongamos el asunto en contexto: el Presidente de Francia, François Hollande tiene 3 propiedades y Barack Obama una sola cuya hipoteca sigue pagando.
Haciendo a un lado el necesario escrutinio que debe hacerse sobre la procedencia de esta riqueza inmobiliaria, el caso ejemplifica la enorme distancia entre los dos Méxicos. Incluso bajo el supuesto de que estas casas y terrenos hubieran sido adquiridos lícitamente, su existencia rebela la espesa frontera entre dos realidades opuestas. ¿Cómo puede una jactarse de representar a la otra?
Esa brecha disemina cualquier posibilidad de que los ciudadanos llamen a cuentas a su clase divina. Ochenta y siete días después de destapado el escándalo por las casas de EPN, el presidente nombró a un amigo suyo para investigar el caso. Las formalidades retóricas o las minuciosidades legales que ellos mismos han ayudado a construir señalan una pequeña inconveniencia: El nuevo funcionario no tiene facultades para investigar lo que fue llamado a investigar.
De tal suerte que el otro México observa el juego como un aficionado en un estadio de futbol. Capaz de mentar madres pero incapaz de interferir en el curso del juego. Un público que de tanto anonadarse y enfurecerse se ha acabado por acostumbrar. El México que observa a su clase divina la percibe tan lejana que se siente inmovilizado para actuar en una causa que a todas luces le compete.
Un precepto básico de la negociación es el establecimiento de piso en común entre las dos partes. Entre los dos México éste prácticamente no existe. Cuando Luis Videgaray por fin alude a la crisis por la que atraviesa la clase divina, no se refiere a ella como una crisis de corrupción sino a una de confiabilidad. El secretario habla de recuperar la confianza como si los ciudadanos fueran creyentes. El discurso tiene tintes eclesiásticos, lo que los asusta no es la corrupción sino la pérdida de los fieles.
Como siempre, en el discurso el otro México brilla por su ausencia. Un México al que solo se alude como figura retórica, uno al que cada tres años se le exige su fidelidad pero se le impide su participación. En una de sus mejores novelas, el escritor C.S. Lewis se pregunta ¿cómo podremos enfrentarnos a los dioses mientras no tengamos rostro? El evangelio de Ulises Ruiz seguirá imperando como máxima de la clase política mexicana mientras que las “autoridades” no construyan puentes que los acerquen a los ciudadanos. Mientras no tengamos rostro, solo la clase divina podrá poner y quitar autoridades en México.
@emiliolezama
Fuente: El Universal