Por Pedro Miguel
Por decisión propia, la oposición política va quedando reducida a la irrelevancia. No es sólo que no haya sabido articular una concepción alternativa a la que se le desfondó de manera definitiva en 2018, sino que tampoco logra articular un discurso crítico coherente y con un mínimo de profundidad. Hasta ahora, su ofensiva más pertinaz se ha basado en el hecho comprobado e indiscutible de que la esposa de un hijo del Presidente alquiló una casa en las afueras de Houston. Lo demás es un desfile de reaccionarios disfrazados de feministas, de depredadores caracterizados como ambientalistas y de represores autoritarios travestidos en derechohumaneros.
De alguna manera, destacados dirigentes opositores le reprochan al gobierno el que ellos mismos no hayan sido detenidos y sujetos a proceso. Exigen que las fuerzas del orden cometan una masacre para poder homologar a la Cuarta Transformación con sus gobiernos criminales. Y cuando se ven obligados a pasar a la defensiva, es peor: se adjudican la condición de perseguidos políticos a la que ellos, cuando estuvieron en el poder, redujeron a miles y miles de ciudadanos; salen sin el menor sonrojo a decir que un lago habría sido un sitio más adecuado para el aterrizaje y el despegue de aeronaves que un aeropuerto y poco les falta para afirmar que la barda de Felipe Calderón en Tula podría producir más gasolina que la refinería de Dos Bocas, en Tabasco, o que Enrique Peña Nieto fue el promotor original de la austeridad republicana y de la lucha contra la corrupción.
Los priístas aseguran que Alito Moreno no los representa, cuando es a todas luces un destacado exponente de los cacicazgos insolentes y todopoderosos que conforman la masa corporal del priísmo. Los panistas, aún más torpes, se empecinan en cerrar filas en torno a individuos como Ricardo Anaya y Francisco García Cabeza de Vaca.
Para tristeza de Claudio X. González, que es el cada vez más explícito jefe de la oposición, con todo eso no se construye una propuesta electoralmente viable para 2024. A lo más a lo que se puede aspirar es a conservar a la porción de la ciudadanía intoxicada a través de los medios por la campaña de difamación que empezó en 2004 y que no ha parado desde entonces. Se trata de una fracción poblacional considerable (20 por ciento o más) que necesita recibir todos los días su dosis de odio para sentirse reconfortada en su certeza de que López Obrador es un hombre sumamente malvado, rodeado de corruptos y empeñado en destruir el país, y quienes lo siguen, un puñado de idiotas y de resentidos. Traducido en volúmenes de votación, ese 20 por ciento (o más) da sobradamente para preservar las franquicias partidistas de la reacción oligárquica, pero no para recuperar la Presidencia perdida.
O sea que el peligro de una involución o de una restauración no está en la oposición política con su coro mediático. Radica, en cambio, en las inercias políticas e ideológicas que el priísmo clásico y el panismo de ocasión dejaron sembradas en todo el panorama nacional, desde el mundo de los negocios hasta el de las instituciones, incluidos, desde luego, los gobiernos estatales y los tres poderes de la unión: el servicio público concebido como oportunidad de enriquecimiento, el desprecio a la población, el arribismo, el amiguismo, el entreguismo, el patrimonialismo, la frivolidad.
Independientemente de que no se haya ponderado en toda su dimensión el grado de descomposición moral que dejaron como secuela décadas de dictablanda priísta y el régimen neoliberal, a la 4T le habría sido imposible decapitar (en términos metafóricos, desde luego) al Estado y prescindir de representantes de una clase política que llegó a dominar en sus más insospechados resquicios la complejísima maquinaria de la administración pública. Tal ha sido el precio a pagar por renunciar a una revolución violenta y disruptiva y apostar, en cambio, por una transformación nacional pacífica, es decir, aceptando el marco legal impuesto por el adversario. Eso explica, además, la permanencia de mafias tecnocráticas que no sólo se limitan a controlar los llamados organismos autónomos. Y eso explica también el que hasta ahora no haya sido posible procurar justicia por los delitos cometidos en el pasado reciente desde las más altas esferas del poder.
Desintoxicar el país y sus instituciones no es una tarea que pueda consumarse única ni principalmente mediante imputaciones, inhabilitaciones y penas de cárcel; su principal escenario es, en cambio, el de una intensa batalla cultural y moral entre los principios de la generosidad y el del egoísmo, entre el interés colectivo y el individual, entre el amor al país y el apego a la cuenta de banco.
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Fuente: La Jornada