Jesuitas masacrados

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Por José Cueli 

Señor del Génesis y el Viento, te lo devuelvo todo: la arcilla y el soplo que me diste… Vuélveme al silencio y a la sombra, al sueño sin retorno, a la nada infinita… No me despiertes más.

Dice León Felipe: ¿Qué delito cometieron nuestros antepasados, dolorosamente transmitido, cuajado de culpas, lleno de castigos impresos en la memoria?

Nuevas huellas repetidas de macabros espectáculos. Seres desvalidos, condenados sin culpa por el azar a vida enferma física y mentalmente y muerte prematura.

Hermanos jesuitas promotores de sentimientos solidarios que al morir y desaparecer consiguen despertar la conciencia nacional dormida a impulsos de indecible terror.

Enloquecidos y convulsos se echan en los brazos, unos de otros, en demanda de socorro, llorando a mares y diciendo a gritos: “¡Ya, por favor, justicia!” Mientras, seguimos probando la hiel de trágicas destrucciones. Los protagonistas, los pobres. Situaciones traumáticas quedan en la memoria y al repetirlas nulifican el impacto de la anterior (José Cueli, La Jornada, 24/10/14).

En su espléndido libro Los tarahumaras (Barral Editores, Barcelona 1972), Antonin Artaud enfatiza la danza de la crueldad. ¿Qué más crueldad que el hambre, la hambruna? Rima esa reconstrucción que trata de encontrar un lugar opuesto a la civilización occidental. La realidad no está constituida todavía porque los órganos verdaderos del cuerpo humano no están todavía compuestos y situados.

El Teatro de la Crueldad acaba ese emplazamiento y acomete una nueva danza del cuerpo del hombre; una nada coagulada. En el silencio de las palabras es como mejor podemos escuchar la vida. Sintaxis que regula el encadenamiento de las palabras, gestos que no serán ya gramática de la predicación, ni lógica del espíritu claro.

Las huellas inscritas en el cuerpo “el hambre” no serán incisiones gráficas, sino heridas recibidas en la destrucción de Occidente. Su metafísica, estigmas de una implacable guerra. “El estigma y no el tatuaje: así, en la exposición de lo que habría tenido que ser el primer espectáculo del Teatro de la Crueldad (la Conquista de México), que encarna la ‘cuestión de la colonización’, y que habría ‘hecho revivir de manera brutal, implacable, sangrante, la siempre viva fatuidad de Europa’” (El teatro y su doble, IV, p. 152), el estigma sustituye al texto: “De este choque del desorden moral y la anarquía católica con el orden pagano, pueden surgir inauditas conflagraciones de fuerzas e imágenes, sembradas aquí y allá de diálogos brutales. Esto a través de luchas de hombre a hombre que llevan consigo, como estigmas, las ideas más opuestas” (Artaud). (“La escritura y la diferencia”, en La palabra soplada, de Derrida, editorial Anthropos).

Se habla de la crueldad que ejercen los poderosos sobre los débiles en un truculento juego sadomasoquista, pero no se puntualiza que el hambre es quizá la peor de las crueldades que podemos infligirle al otro.

Negarle al individuo la posibilidad de acceder a la más primaria de las necesidades biológicas es el peor de los crímenes. Aunadas, hambre y desesperanza los sujetos pierden la dimensión humana y se lanzan a matar o morir en fallido intento por escapar a la infrahumana calidad de vida.

Se requiere ahondar en el estudio de la crueldad humana (la colonización) como hacen Artaud y Derrida, y los jesuitas victimados salvajemente sus variantes y, sobre todo, en aquella (¿la Conquista de México?) que conduce a someter al semejante a una muerte lenta, agonía prolongada, muerte por hambre y depauperación no sólo del cuerpo, sino también del espíritu que se repite y nulifica la anterior.

Dos misioneros jesuitas repitieron el Teatro de la Crueldad en la sierra tarahumara exagerándolo; fueron masacrados y junto a ellos un guía de turistas de la región. El miedo colectivo es enloquecedor.

Los jesuitas Javier Campos, de 79 años, y Joaquín Mora, de 80, así como un guía de turismo local y demás desaparecidos; 50 años en la tierra tarahumara entregados a su labor misionera. Reviviendo la vida del dramaturgo francés Antonin Artaud.

Fuente: La Jornada

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