Por Denise Dresser
Esta es la historia de una ejecución sumaria. De 22 personas asesinadas por miembros del Ejército en el municipio de Tlatlaya. De aplausos y vítores a las fuerzas armadas por parte de Eruviel Ávila, gobernador del Estado de México y justificaciones anticipadas por parte de Raúl Plascencia, presidente de la CNDH. De una versión oficial falsa contradicha por testigos entrevistados por la revista Esquire y la agencia AP. De un gobierno que se ve obligado a retractarse tres meses después ante la evidencia creciente de lo que verdaderamente ocurrió allí. Lo que ocurre con un Ejército que protege de manera legítima pero también persigue de formas que no lo son. Un Ejército que mata a criminales pero también ejecuta a civiles. Un Ejército políticamente protegido. Un Ejército encubierto. Un Ejército impune.
Un Ejército que deja tras de sí -como en el caso de Tlatlaya- boquetes en las paredes de una bodega con manchas de sangre, que sugieren una ejecución en fila más que un enfrentamiento prolongado. Una jerarquía militar que no responde a las solicitudes de información de necropsias, donde debe estar detallado cómo murieron quienes lo hicieron en San Pedro Limón. Una Procuraduría del Estado de México que reservó esa información. Una PGR que negó tenerla. Y tan sólo después del escándalo mediático, la respuesta que tardó demasiado en venir y aún no responde a todas las interrogantes del caso. Preguntas sobre el historial de incidentes del batallón al que pertenecen los soldados. Preguntas sobre el “grupo delincuencial” del cual formaban parte los 22 ejecutados. Preguntas sobre si prevalecerá la justicia civil sobre la justicia militar en torno a los tres soldados acusados. Y un tema central: el imperativo de investigar a los mandos que ordenaron la operación.
Porque muchos en el Ejército callaron sobre Tlatlaya durante tres meses. Porque alguien autorizó lo que sucedió en esa bodega. Porque como declara Eduardo Castillo, de la agencia de noticias AP: “El punto no es si eran delincuentes o no; el punto es que necesitaban ser llevados a la justicia”. Porque tres soldados no deben ser simplemente chivos expiatorios de un problema más profundo, más grave, más viejo. Un entuerto que acompaña a las fuerzas castrenses desde que fueron sacadas de los cuarteles y enviadas a las calles en el sexenio de Felipe Calderón. Como lo detalló Human Rights Watch en su reporte Impunidad Uniformada del 2009, el aumento alarmante de las denuncias presentadas ante la CNDH sobre violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército. Un tema que Calderón siempre buscó minimizar y que Peña Nieto en un inicio trató de tapar.
Pero como Tlatlaya evidencia, ya no es posible ocultar lo que está pasando en las calles y en las carreteras y en las plazas y en los pueblos. Las detenciones y las violaciones y la tortura y las ejecuciones extrajudiciales. Soldados que abren fuego contra civiles inocentes y luego “plantan” evidencia para justificar su acción. Soldados que aprehenden ilegalmente a sospechosos y los retienen indefinidamente en bases militares. Soldados que insertan pedazos de madera bajo las uñas de aquellos que están interrogando. Soldados que atan las manos y los pies de los detenidos y cubren sus cabezas con bolsas de plástico. Soldados que acaban exonerados por la Procuraduría General de Justicia Militar. Disculpados por investigaciones fallidas o nunca concluidas. Devueltos a batallones donde vuelven a cometer las mismas violaciones que nunca fueron sancionadas.
Y sí, hay que brindarle apoyo a las Fuerzas Armadas que intentan erigir un cerco de contención ante la criminalidad. Y sí, hay que reconocer su esfuerzo así como la exigencia de su presencia en zonas del país donde la policía no funciona como debería. Pero no ignorando la ley. No permitiendo que pisoteen los derechos más elementales. No protegiendo a los mandos altos mientras se enjuicia a los soldados rasos. No promoviendo investigaciones poco creíbles y tardías. Cuando el Ejército viola los derechos humanos daña a la institución a la que pertenece, daña la credibilidad del combate al crimen, daña la posibilidad de luchar de manera institucional contra la impunidad. Cuando el Ejército lleva a cabo ejecuciones extrajudiciales manda mensajes aterradores. Los encargados de resguardar el Estado de Derecho pueden violarlo impunemente. Se vale destruir al país con tal de salvarlo. Y como escribiera Aleksandr Solzhenitsyn, “La violencia no existe y no puede existir por sí misma; está invariablemente atada a una mentira”.
Fuente: Reforma