Por Pedro Miguel
El informe del subsecretario Alejandro Encinas devela lo que realmente ocurrió en las calles de Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014 y en las semanas, meses y años siguientes. Y no fue precisamente un mero acto de connivencia de bajo nivel entre autoridades municipales y un grupito especialmente violento de narcos, como pretendió hacerlo creer el gobierno de Enrique Peña Nieto, sino una omisión criminal en los tres niveles de gobierno seguida por una persistente voluntad de encubrimiento que duró hasta el 30 de noviembre de 2018 y que incluso ha permanecido después de esa fecha en estratos inferiores de la administración y en grupos e individuos ya ajenos a ella. Y hace falta saber más.
El tiempo transcurrido para avanzar en esta investigación –casi cuatro años– es indicativo del espesor de la red de complicidades que ha sido necesario desenmarañar para llegar hasta este resultado que, claramente, no es el final. Y este cuatrienio contrasta con la celeridad –seis semanas– con que el procurador peñista, Jesús Murillo Karam, urdió una “verdad histórica” cuya verosimilitud naufragó desde el momento mismo en que la presentó en una sonada conferencia de prensa, el 7 de noviembre de 2014, en la que dio pie a una destacada y descarada participación de Tomás Zerón de Lucio, el policía hoy prófugo y pedido en extradición bajo los cargos de tortura, desvío de recursos y ocultamiento de pruebas.
Hoy está claro que el Poder Ejecutivo conoció en tiempo real las atrocidades que se perpetraban en Iguala y que decidió no mover un dedo para impedirlas. “Dejen que los malhechores se hagan cargo de esos estudiantes revoltosos”, debió ser el razonamiento de los individuos más poderosos del país en aquellos momentos. Y después, al más poderoso de ellos –al menos, en lo nominal–, Enrique Peña Nieto, le tomó 10 días reconocer que los asesinatos y las desapariciones de los normalistas de Ayotzinapa no eran un “asunto local”.
Hay indicios de que a Peña lo que más le gustaba de ser presidente era viajar por el mundo, gastar y embolsarse mucho dinero, y jugar golf. Tal vez sus subordinados formales lo trataran como a un niño idiota, o tal vez no. Lo cierto es que al menos dos de sus colaboradores principalísimos tuvieron que estar al tanto de lo que ocurría en la ciudad guerrerense aquella noche trágica: los secretarios de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, por la naturaleza de su cargo, y de Defensa, el general Salvador Cienfuegos Zepeda, por la verticalidad intrínseca al mando militar. Por otra parte, en el Tercer informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), dado a conocer en marzo de este año, se documentó la ocultación y manipulación de pruebas por efectivos de la Secretaría de Marina, a la sazón encabezada por el almirante Vidal Francisco Soberón. En cuanto a Murillo Karam, se sabe que estaba perfectamente al tanto de los antecedentes criminales del entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca.
Es tentadora la suposición de que “la verdad histórica” fue inventada, con toda su truculencia y su sordidez, para ocultar algo mucho más sórdido y truculento. Hasta ahora, a pesar de los avances en el esclarecimiento, seguimos sin saber por qué y para qué las autoridades y los delincuentes locales se confabularon para asesinar a tres estudiantes (más otros tres civiles) y desaparecer a 43, por qué los mandos militares no hicieron nada para salvarle la vida a uno de los suyos que se encontraba entre los desaparecidos y por qué los máximos gobernantes del país decidieron redactar una historia inverosímil que se limitaba a ofrecer un remedo de explicación sobre la ausencia física de los desaparecidos.
Hay, en lo inmediato, 33 órdenes de aprehensión para otros tantos sospechosos de participar en el horror o de adulterar los hechos y construir una “investigación” que no fue tal. Es de esperar que una vez que se cumpla al menos con la mayoría de esas aprehensiones, sea posible establecer por qué se desencadenó la agresión contra los muchachos de Ayotzinapa y dónde están los desaparecidos.
La verdad aún no se sabe, pero la mentira se reconoció desde un principio:
La justicia que el régimen simula y la reputación a la que aspira han desaparecido en una pira que ardió en el basurero de Cocula.
Infamia tras infamia, se acumula un régimen perverso que delira y fabrica la histórica mentira puesta en el basurero de Cocula.
Qué le importa el dolor; qué relevancia la pena que a los padres atribula y qué más da la fábula en flagrancia.
Pero el sórdido cuento que articula arde sin beneficio ni ganancia en la mítica pira de Cocula. (2016)
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Fuente: La Jornada