Hitleriano

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Por Fabrizio Mejía Madrid

La idea de considerar a Adolf Hitler como una excepción y a su “solución final” como una anomalía en la historia, permite, paradójicamente, que se repita.

Me refiero al comunicado firmado por el Comité Central de la Comunidad Judía en México del 29 de junio, que establece: “La comunidad judía de México rechaza el uso del término hitleriano para referirse a cualquier persona. Toda comparación con el régimen más sanguinario de la historia es lamentable e inaceptable”. Se refiere al comentario del Presidente en el que calificó “como hitleriano” al publicista Carlos Alazraki. Más allá de que ese mismo comité central jamás condenó el uso de las comparaciones del presidente López Obrador con Hitler por parte de Acción Nacional (en un spot televisivo difundido desde el domingo 2 de diciembre de 2018) o Javier Sicilia (diciembre de 2021), el Chicago Tribune (21 de agosto de 2019) o MVS (Pamela Cerdeira, 15 de diciembre de 2021), lo que me interesa es la idea de la excepcionalidad hitleriana, es decir, de su reducción a la “solución final” como algo que es tan raro que resulta incomparable con los genocidios en Ruanda o Bosnia. Algo fuera de la historia.

Desde el inicio, la posición de que lo perpetrado por los nazis no existe en ningún otro lugar o momento, es inexacta. Los “crímenes contra la humanidad” fueron nombrados mucho antes de los nazis, desde 1915, para condenar las masacres de los turcos contra los armenios. En un principio sólo fue una condena simbólica a la inhumanidad de un Estado contra una parte de sus habitantes. Pero se hizo un tipo penal tras la Segunda Guerra Mundial para deslindar a los crímenes cometidos de la vana obediencia a la legalidad; porque muchos de los que habían participado del exterminio pretextaban cumplir con las leyes del Tercer Reich. Para que los ciudadanos respetuosos de la ley fueran considerados asesinos, sus crímenes debían ser morales, más allá de la ley, la disciplina militar y el reglamento escolar. Se trató de que un tribunal pudiera hablar en nombre de la humanidad y no de un Estado en particular porque se trataba, no de crímenes cometidos al fragor de la guerra, sino de un exterminio racial. Como escribió Alain Finkielkraut en La memoria vana, “no es lo mismo ser enemigo que una presa”. Las víctimas del nazismo lo eran por su nacimiento, no por sus acciones. Y, al contrario de lo que propuso Hegel ante la marcha inexorable del “progreso”, sí había que detenernos frente a la herida y reivindicar, no sólo el permiso a las lágrimas, sino a la no repetición.

Los “crímenes contra la humanidad” no son privativos del nazismo y su máquina industrial-militar. Se han dado en África, en Asia, en Europa del Este, tras la caída del muro de Berlín. El mismo Finkielkraut nos advierte sobre el riesgo político y cultural de pensar que “nada” es Hitler o que “todo” es Hitler: “La palabra nazi ya no es un hecho sino una etiqueta, utilizable a capricho”. De ahí la Ley de Godwin, que dice que entre más se alarga una discusión en Internet, más cerca se está de que una de las partes compare a la otra con Hitler. Pero, ¿qué es “hitleriano” o, para mayor extensión, “fascista”? Es una ideología que, valiéndose del discurso de la ciencia, impone una política, un curso que debe guiar a la historia. En su centro está la superioridad racial. Ese es su distintivo. Si no se entiende la centralidad de la superioridad racial, se puede extender a casi cualquier cosa, hasta a los poetas románticos europeos.

Cuando se utiliza políticamente un discurso científico se trata de sacar conclusiones éticas de lo que se observa como “natural”. De ahí, el discurso de las razas y, recientemente, el de “ganadores-perdedores”, que viene del lenguaje de los burós de crédito y de la insustentable cientificidad de la econometría. El origen mismo de las teorías neoliberales, en la posguerra europea, también se valía de una ciencia, la medicina. La escuela vienesa, de la que abrevaron Friedrich Hayek y Ludwig Mises, proponía que, tras los primeros remedios a un paciente, los flujos del cuerpo debían autorregularse para que se salvara o muriera. Tomando esa idea, los economistas sustituyeron esa hipotética auto-organización con la idea del mercado ciego que, al final, da un resultado justo para fijar el precio de una mercancía. Acuérdese usted del lenguaje de Salinas de Gortari, Zedillo y sus secretarios de Hacienda: la “medicina amarga” era congelar los salarios porque eran inflacionarios.

Los fascistas hacen lo mismo con las supuestas razas y toda su cauda de contaminación, inhumanidad y parasitismo; la preservación de la “pureza” y, eventualmente, de su mejoramiento biológico, la eugenesia. Por ejemplo, en España, los medios corporativos se niegan a llamar al partido político Vox como “fascista” por el mismo prurito de la excepcionalidad de lo sucedido en Europa hace casi un siglo, a pesar de que sus autoridades sostienen la idea de la superioridad racial y cultural de “lo español” frente a los musulmanes y los pueblos originarios de América. El supremacismo blanco en Estados Unidos dio origen a una estructura de separación de acuerdo a supuestas razas y hoy esa nación vive las consecuencias del gueto cultural. En México, la superioridad racial ha tomado un curso distinto: el clasismo racializado, la aporofobia, es decir, la idea de que la pobreza es contagiosa. Ahí están las expresiones de la derecha fascista mexicana contra las caravanas migrantes o los ninguneos a la señora de las tlayudas en la apertura del aeropuerto Felipe Ángeles. También lo expresado por Alazraki y sus comentadores, en el programa de Internet al que hizo referencia el Presidente: aviones de “ilegales” venezolanos que pretenden llegar a Estados Unidos para perpetrar un atentado terrorista. A diferencia de los que sostienen la excepcionalidad nazi, soy de la opinión de que, cuando detectemos ese tipo de discurso racial y de clase, lo nombremos. Eso es escuchar a los que fueron sus víctimas.

Fuente: La Jornada

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