Por Pedro Miguel
Se entiende que diversas voces procedentes de los movimientos sociales y populares y de las diversas izquierdas sientan desconfianza ante la petición presidencial de entregar a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional, porque en el pasado reciente el Ejecutivo federal presidencial con frecuencia actuó contra ellas por medio de las fuerzas armadas, desde la barbarie represiva de 1968 hasta la barbarie genocida de Felipe Calderón contra núcleos enteros de población (el caso de Ciudad Juárez es paradigmático), pasando por la guerra sucia de Echeverría y López Portillo y la contrainsurgencia de Zedillo.
En cambio, la derecha oligárquica, los cortesanos mediáticos de Los Pinos y todas esas abreviaturas que se arrogan la representación de “la sociedad civil”, critican la perspectiva de la tutela militar sobre la Guardia Nacional con el propósito de privar a la presidencia de López Obrador de un instrumento básico y fundamental de gobierno: la existencia de una corporación policial de alcance nacional suficiente, capaz y disciplinada. El PRI, el PAN y sus simpatizantes –explícitos o vergonzantes– dejaron un desastre y ahora pretenden escamotear los medios para repararlo.
Porque fueron gobiernos del PRI los que usaron a los militares para reprimir movimientos de médicos, maestros, ferrocarrileros y estudiantes; los que dieron las órdenes de exterminio de opositores sindicales, agrarios e indígenas, de grupos armados y de activistas políticos; los que lanzaron al Ejército a hostigar a las comunidades zapatistas; fueron panistas los que involucraron a los uniformados en una “guerra contra el narcotráfico” que no podía ganarse porque el supuesto bando contrario operaba en el mismo entorno presidencial que ordenaba las operaciones militares; fueron priístas los responsables políticos de la masacre de Tlatlaya. “Activistas” que vivieron de contratos otorgados por Genaro García Luna, ideólogos que medraron con prebendas en los gobiernos de PRI y PAN, y que justificaron las atrocidades perpetradas mediante el uso anticonstitucional de las fuerzas armadas, hoy exhiben un pacifismo tan iracundo como inverosímil para exigir que la Guardia Nacional quede totalmente fuera de los institutos castrenses, acaso con la ilusión de que se repita el desastre de inoperancia y corrupción en que acabó la extinta Policía Federal.
Los cuestionamientos vienen aun de personas identificadas con la Cuarta Transformación, preocupadas por los riesgos que podría entrañar en el futuro una formación policial supeditada a los militares y se preguntan: “¿Qué pasará cuando AMLO ya no esté en la Presidencia?”
La respuesta es simple: lo que ocurra en años venideros no depende de que la Guardia Nacional se encuentre bajo tutela castrense o no, sino de la capacidad del movimiento transformador de conservar el poder presidencial. De eso depende que el gobierno siga emprendiendo acciones en beneficio de la población o se desvíe hacia el autoritarismo y vuelva a ser el principal autor de violaciones a los derechos humanos.
Por muy civil que haya sido, la Policía Federal fue fundada y empleada por Zedillo con fines represivos; Fox la lanzó contra los obreros de Lázaro Cárdenas, los comuneros de Atenco y la población de Oaxaca; Calderón la puso bajo el mando de García Luna y Peña Nieto la involucró en las carnicerías de Tanhuato y Apatzingán, en la represión del movimiento magisterial y en las masacres de Nochixtlán y Arantepacua.
En contraste, hoy los militares no están involucrados en una guerra contra la población, sino que construyen obras de infraestructura, participan en campañas de vacunación y si se despliegan en una región no es para exterminar, sino para proteger a la población. En el nuevo paradigma de seguridad, la delincuencia habrá de ser derrotada combatiendo sus causas profundas –la pobreza, las carencias de educación, salud y empleo, la corrupción de las instituciones, la degradación moral–, no en combates espectaculares y cruentos.
El propósito de poner la Guardia Nacional bajo control operativo y administrativo de la Sedena es, simplemente, consolidar una corporación policial preventiva y de proximidad que priorice la protección de la gente y no el “combate a la delincuencia”, sobre las bases de la disciplina, la lealtad, el espíritu de cuerpo castrense y la verticalidad de mando; con entrenamiento, infraestructura y equipamiento adecuados y en el espíritu de la construcción de paz y de respeto a los derechos humanos, no del exterminio de presuntos infractores.
En días recientes, un ala del PRI propuso extender seis años esa tutela. Al margen de las razones de esa decisión, que ha desatado especulaciones tan al gusto de columnistas y opinólogos, bienvenida sea. El país necesita una institución policial eficaz y alineada con los principios de la transformación.
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