Existe inquietud entre el gobierno y sectores de la jerarquía católica por los mensajes que desplegará el Papa Francisco durante su visita a México. En especial inquietan las posturas críticas que pueda expresar en los lugares que eligió: geografías marcadas por desigualdades, violencia, desesperanza y, sobre todo, por corrupción.
Su presencia en México convertirá a nuestro país en el centro de la opinión internacional. Lo bueno y lo malo de nuestra realidad emergerá a nivel global. Por ello, la clase política ha expresado preocupación por la imagen que se proyectará de México y por los discursos críticos que planteará o insinuará el sumo pontífice católico.
La dimensión de Francisco, hay que subrayarlo, es la de un líder mundial que goza de amplio reconocimiento. Por tal razón, la forma en la que opine sobre nuestra circunstancia es motivo de intranquilidad. A esto responde la presencia reciente de la canciller Claudia Ruiz Massieu en el Vaticano, así como los pronunciamientos del nuncio Christophe Pierre insistiendo en que los mensajes del Papa serán de paz y misericordia, más allá de las críticas y reconvenciones.
Pareciera que un sector de la jerarquía católica quiere una visita light, un encuentro más espiritual y armonioso entre el pueblo y Francisco. Otros obispos, incluyendo al cardenal Norberto Rivera, desean una visita más rigurosa que responda a los dramas de la realidad mexicana. Las condiciones del país y el talante del Papa argentino han despertado diversas expectativas, quizá demasiadas; una de ellas por lo que Francisco exponga acerca de la corrupción.
En el libro de reciente publicación El nombre de Dios es misericordia Francisco conversa con Andrea Tornelli y manifiesta duras consideraciones sobre el actor corrupto. Dice: “Hay que hacer una diferencia entre el pecador y el corrupto. El primero reconoce con humildad ser pecador y pide continuamente el perdón para poderse levantar, mientras que el corrupto es elevado a sistema, se convierte en un hábito mental, en un modo de vida… el corrupto es quien peca, no se arrepiente y finge ser cristiano. Con su doble vida, escandaliza”.
Uno de los grandes reclamos sociales hechos a la clase política mexicana es el relativo a la corrupción imperante en México y al sistema de protección que aquella ha construido: la impunidad. La corrupción política entendida como el abuso del poder público y su mal uso para beneficio de un grupo, camarilla o personal; la corrupción como un mal endémico y estructural que ha contaminado a todo el sistema político mexicano; corrupción sin freno practicada por todos los partidos, las alternancias y diversas generaciones de políticos…
La corrupción está detrás de la violencia, la inseguridad y la protección a diversas formas del crimen organizado. Si bien hay un reclamo social ante este flagelo, la propia clase política hace oídos sordos. Hace ya varios meses causó extrañeza y hasta indignación la justificación del presidente Enrique Peña Nieto ante la corrupción al tacharla como cultural. Si esta patología es cultural, entonces todos somos responsables porque la corrupción es de todos. Por tanto, la respuesta debe buscarse en la educación, y los resultados podrán palparse en el largo plazo, varias generaciones después.
El Papa Francisco, en cambio, desde el inicio de su pontificado ha prestado mucha atención al cáncer social de la corrupción. En sus homilías matutinas lo ha juzgado como un pecado grave, de repercusiones insospechadas en el desarrollo de los pueblos. Durante su misa del 8 de noviembre de 2013, que presidió en la casa vaticana de Santa Marta, centró su reflexión en el pasaje bíblico del administrador deshonesto cuya viveza fue alabada por su patrón.
“Algunos administradores públicos, algunos administradores del gobierno, tienen una actitud del camino más breve, más cómodo para ganarse la vida”. Agregó el Papa con un tono de desaprobación: “Quien lleva a casa dinero ganado con la corrupción da de comer a sus hijos pan sucio”. Por eso pidió a todos rezar por tantos niños y jóvenes que reciben de sus padres el pan sucio. “Ellos también están hambrientos, ¡hambrientos de dignidad… Esta pobre gente que ha perdido la dignidad en la práctica de la mordida solamente lleva en sí, no el dinero que ha ganado, sino la falta de dignidad”, expresó.
La corrupción como alter ego de la cultura política mexicana es una excusa simplista y una salida agreste. Detrás de una explicación cultural hay una justificación inaceptable porque enmascara la red de complicidades que los políticos en el poder van construyendo. Ellos se solapan y se protegen unos a otros; si uno cae, todos caen también. Y el drama de la corrupción parece no tener fondo ni fronteras, porque reina la opacidad en torno a las complicidades institucionales. Sólo los escándalos continuos nos revelan que la corrupción es sistémica y que la responsabilidad recae en los liderazgos de la sociedad.
Afrontar la corrupción es admitir que efectivamente existe entre los actores que conducen el país. Dicho de otra manera, la mayor responsabilidad recae en las autoridades, en las instituciones de gobierno, en los dirigentes políticos y empresariales y en los medios de comunicación. Esta cultura del cochupo trasmina como un virus contagioso a las familias, empresas, escuelas, iglesias y a las organizaciones de la sociedad civil. El problema se agudiza con el menosprecio de los dirigentes de los partidos políticos. El caso Moreira es un buen ejemplo de ello.
Para Francisco la corrupción es una perversión de la forma de vida de las élites que conduce a la sociedad a perder el respeto a sí misma, que fractura el sentido de la autoridad y de la responsabilidad social. Los principales afectados son la propia sociedad, así como las familias de los funcionarios, políticos, consejeros, legisladores, magistrados, administradores…
“Y sus hijos, quizás educados en colegios costosos, quizás crecidos en ambientes cultos, habían recibido de su papá, como comida, porquería, porque su papá, llevando pan sucio a la casa, ¡había perdido la dignidad! Esto es un pecado grave”, ha dicho Francisco.
Primero, plantea, se comienza con la corrupción de un pequeño sobre, pero después se convierte en una droga y la costumbre de la mordida se vuelve una dependencia. Sostiene que si existe una “astucia mundana”, existe también una “astucia cristiana” para hacer las cosas, no con el espíritu del mundo, sino honestamente.
¿Y quién paga la corrupción? La corrupción política y económica la pagan, dice el Papa, “los hospitales sin medicinas, los enfermos que no tienen cuidados, los niños sin educación, los jóvenes sin empleos, los ancianos sin cuidados, las madres solteras; en suma, los pobres”.
¿Cómo erradicar dichas prácticas?, se preguntó Francisco en su homilía de junio de 2015. Explicó: “El único camino para vencer la corrupción, para vencer la tentación, el pecado de la corrupción, es el servicio; porque la corrupción viene del orgullo, de la soberbia, y el servicio te humilla: es la ‘caridad humilde para ayudar a los demás’”.
Sabiendo que la corrupción es un mal endémico en la clase política, ¿el Papa se atreverá a hablar del tema en México? Si en realidad va a hacerlo, entonces quizá por ello rehusó encontrarse con los políticos en la sede del Poder Legislativo.
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