Por Silvia Ribeiro*
El tiempo que la biología sintética –una forma extrema y mucho más riesgosa de manipular los códigos genéticos, ensamblando genes artificiales– empieza a lanzar productos al mercado, sus inversionistas, que incluyen a seis de las 10 mayores trasnacionales petroleras, seis de las mayores de agronegocios, seis de las mayores químicas y las siete mayores farmacéuticas, se movilizan para impedir que Naciones Unidas estipule alguna forma de supervisión independiente o control público, tratando de que el público no se entere de qué es la biología sintética y qué implica. No sea que entiendan que es una tecnología que suma todos los problemas de los transgénicos, pero va mucho más allá en el quiebre de los equilibrios evolutivos naturales y en sus impactos sociales, económicos y ambientales.
Los promotores de la biología sintética se enfocan ahora en impedir que se apruebe una moratoria a esta tecnología en el Convenio de Diversidad Biológica (CDB), que discutirá el tema en su órgano técnico científico en junio y decidirá en la decimosegunda Conferencia de las Partes del CDB en Corea en octubre próximo.
Este trabajo de cabildeo e intento de frenar el escrutinio y la crítica social no lo hacen público empresas como Chevron, Total, Shell, BP, Basf, DuPont, Monsanto, Syngenta, Cargill, ADM, Unilever, Pfizer, Sanofi-Aventis, Merck, Boeing, o algunas de las muchas otras gigantes globales que están detrás de la biología sintética.
Como sucedió con los transgénicos hace 30 años, los que salen a promover la biología sintética y a pedir que no se regule, son algunos científicos de algunas academias (nunca la comunidad científica en totalidad, donde existen muchos críticos a estas tecnologías), que no explicitan si tienen conflictos de interés, pero sí muestran que están deslumbrados con la tecnología y basándose en las promesas o sueños de lo que se supuestamente podrían hacer con ella, reclaman el liderazgo del debate social e internacional, afirmando que son capaces de autorregularse, por lo que no es necesario supervisión pública independiente y mucho menos una moratoria.
Es como mínimo curioso, que científicos digan que no a una moratoria a la liberación comercial y al ambiente, porque es apenas un tiempo para cumplir ciertas condiciones, como un debate social abierto, informado y amplio de lo que implican los productos de la biología sintética, quién los controla, si afectan al medio ambiente, a la biodiversidad, a la salud, a las economías, si son mejores qué otras alternativas o las impiden, lo cual no impide su investigación. ¿Cuál sería su prisa para que se lancen al mercado y al ambiente productos sobre los que no sabemos sus consecuencias?
¿Debemos leer que según esos científicos, que reconocen no saber qué implicaciones tiene la tecnología en todos esos planos, son las empresas –que hacen la comercialización– las que lo manejarán de la mejor forma para todos? Sería como pensar que Monsanto se hará cargo de todos los impactos del maíz transgénico y tomará la mejor decisión para el interés público.
Veamos un ejemplo de biología sintética que ya está en el mercado: la producción de artemisina sintética, para fármacos contra la malaria. Fue desarrollada por Jay Keasling, del Lawrence Berkeley National Laboratory del Departamento de Energía de Estados Unidos, con recursos públicos y 42.5 millones de dólares de la Fundación Bill y Melinda Gates. Keasling fundó entonces la empresa de biología sintética Amyris, que recibió mucho más fondos de petroleras como Shell y Total, para usar el mismo proceso de manipulación genética ya financiado para malaria, pero para producir combustibles. En el camino, Keasling licenció la tecnología de artemisina sintética a la trasnacional Sanofi-Aventis y afirma que puede cubrir todo el mercado de artemisina a precios más baratos que la artemisina botánica natural.
Sin embargo, la artemisina sintética, a pesar de la fuerte subvención de la Fundación Gates, es más cara que la que ya existía. Eso sin contar que el abasto era suficiente antes de la artemisina sintética y ahora dejará sin ingresos a unos 100 mil campesinos de África y Asia, proveedores de artemisia annua (ajenjo dulce), la planta que naturalmente contiene el principio activo. Keasling propuso en una conferencia que esos campesinos ahora podían plantar papas, lo cual además de cínico, revela su ignorancia de la realidad. Los campesinos ya plantan comida, pero una pequeña parcela de artemisia (promedio 0.2 hectáreas) les brinda un crucial ingreso contante adicional.
Como no logró escalar la producción de combustibles, Keasling, igual que otros industriales de la biología sintética, se han vuelto a la sustitución masiva de principios activos de plantas de alto valor agregado, como pachuli, escualeno, vetiver, azafrán, vainilla y similares, todos producidos actualmente por cientos de miles de campesinos en países del Sur. Por ahí van las promesas de atender el hambre y las enfermedades con biología sintética.
Además, crear genomas sintéticos e incluso, como se anunció recientemente, la creación de nuevos nucleótidos artificiales (investigadores de Estados Unidos insertaron en un organismo dos nuevas bases llamadas X e Y, adicionales a las C, G, T, A), plantea serias preocupaciones sobre los efectos que estos franken-organismos tendrán sobre los naturales, si llegan al ambiente.
Los impactos potenciales son tan vastos y en tantos niveles, que el debate social es imperativo y no puede considerarse apenas un tema científico. Afirmando el principio de precaución y para que el debate no sea una farsa mientras sufrimos los impactos, urge una moratoria a su liberación comercial y al ambiente.
Más información en synbiowatch.org y etcgroup.org
* Silvia Ribeiro. Investigadora del Grupo ETC