Funcionarios internacionales de derechos humanos están exigiendo una investigación sobre el brutal ataque sexual que sufrieron 11 mujeres mexicanas hace más de una década, una indagación que podría apuntar al presidente Enrique Peña Nieto, quien entonces era el gobernador del Estado de México, donde ocurrieron los abusos.
La petición, destacó el diario estadunidense New York Times, es parte de un análisis de varios años por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en torno a abusos masivos cometidos cuando, en 2006, Peña Nieto ordenó reprimir a manifestantes en el poblado de San Salvador Atenco, donde habían tomado la plaza principal.
Durante los operativos, en los que murieron dos personas, la policía detuvo a más de 40 mujeres de manera violenta; también las metieron en autobuses y las enviaron a la cárcel a varias horas de distancia, se reseña en el reportaje de Azam Ahmed, que contó con la colaboración de la periodista Paulina Villegas.
Once mujeres llevaron el caso, con la asistencia legal del Centro Prodh, a la Comisión Interamericana, la cual halló que la policía las torturó sexualmente.
Las mujeres –comerciantes, estudiantes y activistas– fueron violadas, golpeadas, penetradas con objetos de metal, robadas y humilladas. Incluso a una mujer la forzaron a practicarle sexo oral a varios policías.
Después del encarcelamiento pasaron días antes de que a las mujeres les realizaran los exámenes médicos apropiados, según los hallazgos del reporte.
“No lo he superado ni tantito”, dijo una de las víctimas, Patricia Romero Hernández, llorando. “Es algo que me acecha y no se sobrevive a algo así. Se queda contigo”.
La oficina del presidente ha dicho por su parte que la CIDH no responsabilizó a Peña Nieto ni lo ha nombrado explícitamente como un objetivo de la investigación. Más allá de eso, sostienen, los casos judiciales investigados en México por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) nunca lo han hecho responsable de las agresiones sexuales a las mujeres.
“Sería impreciso confundir una orden para el uso legítimo de la fuerza con la decisión de ciertas personas de abusar de su autoridad”, justificó Roberto Campa, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación.
“Nadie puede decir que hubo una orden para permitir el abuso de la fuerza”, atajó.
Sin embargo, la Comisión Interamericana encontró que los esfuerzos de México para investigar los abusos fueron insuficientes. En cambio, ha exigido una investigación mucho más exhaustiva para determinar la responsabilidad en toda la llamada “cadena de mando”, lo que podría situar a Peña Nieto en la mira de una investigación como el gobernador que ordenó la represión.
También pidió que se tomaran medidas disciplinarias o incluso penales contra las autoridades estatales que contribuyeron a obstaculizar el acceso a la justicia para las mujeres.
La Comisión entregó la semana pasada su informe a la Corte Interamericana (CoIDH), un tribunal independiente con autoridad legal en México. Si la Corte está de acuerdo con el dictamen de la CIDH, puede ordenarle a México que extienda su indagación sobre el caso, un requisito que podría obligar al Estado a investigar a su propio presidente.
La Comisión sugiere que el gobierno estatal a cargo de Peña Nieto quiso minimizar e incluso ocultar el suceso. Quizá el ejemplo más espeluznante sea la decisión del gobierno de perseguir a las víctimas: en vez de ir tras los policías que habían cometido las torturas sexuales, el Estado inicialmente procesó a las mujeres.
Al menos cinco de las víctimas fueron encarceladas durante un año o más por cargos como atacar a un policía. Una mujer que fue violada varias veces pasó dos años en prisión por cargos falsos, determinó la Comisión.
Días después del incidente, el Estado negó las acusaciones de las mujeres, y básicamente las llamó mentirosas. Peña Nieto le dijo a un periódico local en ese entonces que esa es una táctica conocida de grupos radicales: hacer que las mujeres acusen a los policías de violencia sexual para desacreditar al gobierno. Otros funcionarios en su gobierno hicieron declaraciones similares.
Desde entonces, aunque el gobierno ha reconocido a regañadientes la veracidad de las acusaciones, ni una sola persona ha sido condenada por algún crimen relacionado con los ataques en Atenco. Más recientemente, cinco médicos a quienes se les acusó de ignorar pruebas de abuso sexual fueron declarados inocentes.
El caso es un ejemplo de los obstáculos que las víctimas deben superar para conseguir justicia en México. Las mujeres sufrieron más de 10 años de amenazas, intimidación y trauma psicológico. Vieron cómo los hombres que las atacaron salieron de prisión.
Sin embargo, las mujeres se rehusaron a abandonar el caso y lo llevaron a nivel internacional, pues lo convirtieron en un símbolo del fracaso del estado de derecho en México, así como de la impunidad generalizada que durante tanto tiempo ha plagado el país.
El caso ya se ha presentado a la Corte, a pesar de varios intentos por parte del gobierno mexicano para retrasarlo y frustrarlo; es una rara oportunidad de rendición de cuentas en un país donde sólo un pequeño porcentaje de los crímenes se resuelve. Las mujeres se rehusaron a poner fin al caso durante años, y rechazaron promesas de viviendas gratis y becas.
En las entrevistas que el NYT mantuvo con las 11 víctimas, surgió un deseo fundamental: que se reconociera públicamente lo que les sucedió y los responsables de los hechos.
Para Peña Nieto, la petición por parte de la Comisión de Derechos Humanos de iniciar una investigación que llegue hasta lo alto de la jerarquía es un golpe más a una Presidencia bajo asedio. Los escándalos de corrupción y violencia ya han acabado con sus índices de aprobación, los más bajos de un mandatario mexicano en un cuarto de siglo. Su invitación a Donald Trump, el candidato republicano denostado en México a causa de sus declaraciones contra los inmigrantes mexicanos, hundió a la administración todavía más en la controversia.
Aunque no es probable que su gobierno vaya a llevar a cabo una investigación en torno a su papel en las redadas o en un potencial encubrimiento de los hechos, la amonestación de un organismo internacional es un gran aprieto para él.
También es un recordatorio de innumerables casos que siguen sin resolverse en el país, incluyendo la desaparición de 43 estudiantes hace dos años, una investigación que funcionarios internacionales sostienen que fue socavada por el gobierno.
El trauma residual de los ataques ha marcado a cada mujer de manera distinta. A algunas, la familia y los amigos las ayudaron a recuperarse, aunque no por completo, y seguir adelante con sus vidas. Algunas encontraron maneras de conectar su lucha con una iniciativa más amplia para luchar por la justicia y los derechos en México. Otras no hallaron ese consuelo, pues el paso del tiempo resultó ser una cura inútil.
Sobrevivir significó quedarse calladas, incluso ante sus seres queridos.
“Nunca pude decirle a mi hijo y a mi padre sobre el hecho de que me habían violado, no uno sino varios policías, porque se habrían vuelto locos”, dijo Romero, quien por primera vez ha decidido revelar a sus seres queridos lo que le sucedió.
“No quise infligirles más dolor. Ya habíamos sufrido lo suficiente”, compartió.
Los ataques, la persecución, el encarcelamiento y la estigmatización causada por la violencia sexual definieron los siguientes diez años para las víctimas de
Atenco. En las entrevistas describieron sus vidas como partidas en dos: las mujeres que eran antes del incidente, y en quiénes se convirtieron después.
Las que eran estudiantes cuando sucedió la agresión, se salieron de la universidad y jamás regresaron. Todas han tenido problemas en la intimidad. Hay madres que vieron cómo sus hijos las abandonaban, frustrados y temerosos por su campaña interminable para encontrar justicia. Hay padres que les dieron la espalda a las hijas, avergonzados por el abuso y la lucha pública que le siguió. Algunas de sus parejas también se alejaron, incapaces de adaptarse al trauma de una sobreviviente de un abuso sexual.
“Tomé la decisión consciente de sobrevivir, para estar viva y bien hoy, de sentirme bonita de nuevo, de amarme y verme en el espejo y reconocer a la persona que veo”, dijo Patricia Torres Linares, de 33 años, quien abandonó su carrera en Ciencias Políticas después del ataque. “Me quitaron mi forma de ser, de amar y de sentir. Antes era amable y cariñosa; después me volví fría y distante”.
Para algunas, una sensación de vergüenza, incluso de responsabilidad por lo que sucedió, empañó sus relaciones con otras personas y su propio sentido de identidad. La supervivencia se volvió su forma de medir el éxito, un progreso tangible con el cual marcar los días.
“Duele saber que la Claudia de antes de Atenco se ha ido”, dijo Claudia Hernández Martínez, de 33 años, quien también dejó de estudiar en la UNAM después del ataque. “Ahora tengo miedo todo el tiempo. Me asusta todo. Me asusta salir a las calles, expresar mis propias ideas, que la gente sepa qué sucedió en Atenco”.
“Al final de estos 10 años, me pregunto: ‘¿Qué he hecho todo este tiempo?’”, continuó.
Hizo una pausa, mirando el suelo.
“Supongo que sólo sobreviví”, dijo, secándose las lágrimas. “Y creo que es comprensible. Es comprensible que haya llorado, que pensé en suicidarme, que lloré tanto y que ahora esté aquí”.
Los ataques coincidieron con el inicio de un periodo desafiante en la historia mexicana: la guerra contra el narcotráfico.
Desde 2006, más de 150 mil personas han sido asesinadas y otras 27 mil han desaparecido sin dejar rastro. La violencia es causada por los cárteles, que tienen una enorme influencia en el país, y que el gobierno lucha por disminuir.
Sin embargo, el caso de Atenco no tiene las complejidades que acompañan la violencia entre grupos armados. Y aun así la justicia, incluso en su forma más básica, ha sido elusiva.
Más de veinte individuos a quienes se les había acusado de abuso de autoridad durante el operativo fueron absueltos en el juicio o en la apelación, incluyendo a un oficial al que se le había culpado de obligar a una de las víctimas a practicarle sexo oral.
“Esa ha sido la parte más difícil y exasperante de todo este proceso”, dijo otra de las mujeres, Ana María Velasco Rodríguez, de 43 años. “Estaba llena de ira, pensando que no pasaba nada, incluso después de encontrar al culpable, pueden salir de la cárcel como si nada”.
En años recientes, gracias a que la Comisión Interamericana está llevando el caso, el gobierno ha renovado sus esfuerzos por perseguir a quienes participaron en estos crímenes. Pero los funcionarios han perseguido a oficiales de bajo rango, pues no han podido o se han negado a investigar a quienes tienen una mayor jerarquía. La persona con más autoridad a quien se ha acusado a la fecha es el comandante de la policía que supervisó el uso de los autobuses —donde ocurrió el abuso— para transportar a las mujeres a prisión, aunque un juez recientemente dijo no tener suficientes pruebas para solicitar su arresto.
Mientras el gobierno argumenta que ha ido tras los responsables, después de años de estancamiento, la Comisión encontró que sus esfuerzos llegaban tarde y eran inadecuados. Treinta y cuatro funcionarios de bajo rango estaban en juicio en agosto, atravesando un proceso impredecible y lento, que no ha podido tranquilizar a las víctimas.
Este abril, casi exactamente 10 años después de los sucesos de Atenco, Peña Nieto visitó el municipio. Los medios locales cubrieron el evento donde el presidente pronunció un discurso ante una multitud de mujeres y niños.
Ni Peña ni los informes locales mencionaron una sola vez las manifestaciones, las muertes o las violaciones.
En vez de eso, la visita y su cobertura se concentraron en el Día del Niño y en la nueva iniciativa del presidente para llevar la educación preescolar a todos los niños del país.
Fuente: Apro