Por Lydia Cacho
Una niña de diez años escapa de la casa matrimonial una tarde que su esposo, de treinta años, sale a comprar ganado, y la primera pregunta que la chica se hace es a quién puede pedir ayuda. Debe asegurarse de que la persona adulta a quien ella acuda no considere que ella tiene la obligación de volver con su marido, quien al pagar una dote obtuvo derechos sobre ella. La tarea para Amina no fue fácil, miles de personas en su comunidad consideran que una vez que dos familias han firmado el pacto de compraventa de esposa, ellas pierden todos sus derechos (en caso de que alguien en el poblado crea que las niñas tienen derechos). Mientras esto sucede en Afganistán, en Chiapas, Roxana* una chica Tzotzil de catorce años, decide escapar de su esposo porque la familia de él, quien pagó 24 mil 700 pesos como dote y gastos de boda, la trataba hasta hace unos días como esclava doméstica.
El esposo de la chica afgana fue a buscar a sus suegros, arma en mano, para exigir que le devolvieran a la niña de su propiedad, por suerte la organización de derechos de mujeres que la defiende no permitió que se la llevaran. Pero la niña mexicana no tuvo tanta suerte; porque ella huyó a casa de sus padres, sin embargo el esposo, convencido de que ella le pertenece de la misma manera que sus borregos y gallinas, acudió al juez de Paz y Conciliación indígena de San Juan Chamula, a denunciar que su esposa lo abandonó. El Juez envió entonces a la familia de ella un citatorio en que especifica que deben resarcir a la familia del esposo la inversión hecha en la boda, es decir que les devuelvan la dote y los gastos del festejo. La suma asciende a 24,700 pesos más intereses. Ella quedó, según su familia, detenida por la autoridad a manera de “prenda” en lo que se consigue el dinero.
Roxana vivió en pareja desde hace tres años, lo que significa que la boda se llevó a cabo cuando ella tenía 11 años.
Hagamos un alto.
Imagine usted que la familia de su pareja la trata como esclava que exige servidumbre y mansedumbre por ser esposa. Usted decide dejar a su esposo y un juez de paz le requiere que devuelva la inversión de la boda. Esto no solamente saldría de inmediato en Youtube como un reality del absurdo, el “si no me devuelven a mi mujer que me devuelvan mi dinero” causaría risas y se acusaría de absurda la petición del quejoso.
Pero ese no es el caso cuando sostenidos en argumentos de la defensa de usos y costumbres (ya sea de Afganistán o de los Chamulas), la ley se tuerce para llevarnos a determinaciones racistas propias del Siglo antepasado.
El tema no termina aquí; la gente enterada de esta noticia atacó a la familia de la chica acusándoles de vendedores de niñas. Nadie reclamó al hombre que se considere con el derecho de “usufructo” de la voluntad y el cuerpo de una niña que estuvo casada con él, ni lo acusó como cliente de trata.
La familia de Roxana declaró a los medios que la chica estuvo presa durante tres días por “negarse” a resarcir el gasto de la dote, es decir a pagar por su libertad. Mientras tanto el Edil de San Juan Chamula, Chiapas, dijo en la radio que Roxana no está presa en este momento y que lo único que se pedía a la familia de la niña-esposa es que devolviera el dinero por el cual vendió a su hija en matrimonio. El Edil ni siquiera reflexionó sobre el hecho de que el esposo, mayor de edad, hubiese pagado por una niña de once años, lo cuál constituye ya un delito federal. Tampoco se refirió a cómo éste es uno entre miles de matrimonios arreglados que de acuerdo a las características de los involucrados constituyen el delito de trata de menor de edad para fines de explotación bajo la figura de matrimonio servil.
Como si el esposo, la familia de él, la de ella, el Juez y el Edil vivieran en un país que opera fuera de la lógica de la Constitución mexicana, de los códigos de procedimientos penales y de los tratados internacionales de Derechos Humanos, el debate en medios resultó parcial, erróneo, racista y sexista.
Un Juez de Paz y Conciliación de zonas indígenas no tienen derecho a ignorar las leyes, a ignorar delitos federales y a considerar un matrimonio servil (en este caso de una menor de 18 años) como un convenio entre dos familias que se resuelve con resarcimiento económico. El derecho preponderante, o el bien jurídico tutelado, debe ser siempre y ante todo el de la niña. Y el hecho de que ni el Juez de Paz ni el Edil se percaten de ello es en sí mismo un problema grave que atañe a todo el poder judicial de Chiapas y exige una declaración del propio gobernador, de la Secretaría de Gobernación que lleva a cabo la Campaña Corazón Azul contra la trata, y de la PGR que debe operar desde su fiscalía especializada y de la Procuraduría local que debe tutelar el derecho de víctimas de violencia de género.
El caso de Roxana nos permite poner sobre la mesa un tema casi olvidado en México: los vicios y cargas culturales de sexismo y machismo contenidos en los principios tradicionales de usos y costumbres. El racismo brutal de México hace creer a muchos que el derecho se distribuye por código postal, género y raza de forma desigual.
Sí, efectivamente muchos jueces en ciudades sentencian con valores machistas protegiendo a los agresores (basta recordar el caso Yakiri, o el de Lucero en Guanajuato entre otros miles), pero encima resulta aberrante mandar el mensaje a millones de niñas de zonas rurales de que ellas, sometidas a los preceptos discriminatorios de “sus antepasados” en que la mujer es propiedad privada del hombre, no están ni estarán protegidas por las leyes mexicanas. Pertenecer a una etnia y estar orgullosa de ello, no significa jamás que debas abdicar a tus derechos y libertades. Faltaba más.
Fuente: Sin Embargo