Por John M. Ackerman
En las elecciones del domingo 20 de diciembre en España al presidente Mariano Rajoy le fue tan mal como a Enrique Peña Nieto en los comicios del pasado 7 de junio en México. En ambos casos el partido en el poder, el Popular (PP) de Rajoy y el Revolucionario Institucional (PRI) de Peña Nieto, recibió únicamente 29% del respaldo popular. Los españoles y los mexicanos también castigaron duramente a los tradicionales partidos de oposición. Tanto el PSOE en España como el PAN y el PRD en México sufrieron graves reveses electorales en 2015. De manera simultánea, de ambos lados del Atlántico emergieron nuevas opciones políticas: Podemos y Morena a la izquierda, y Ciudadanos y los candidatos “independientes” a la derecha.
En España, el PP de Rajoy lame hoy sus heridas, transforma su discurso y lucha desesperadamente para armar una coalición parlamentaria que le permita mantenerse en el poder. Los medios y la población españoles comentan sobre la llegada de una nueva época en la política nacional en que los partidos tradicionales tendrán que compartir espacio y ceder el liderazgo nacional a los esfuerzos políticos emergentes.
En contraste, en México al parecer todo sigue igual. Peña Nieto se mantiene tan cínico como siempre, reprimiendo maestros, vendiendo el país, protegiendo corruptos y aprobando leyes regresivas. La militarización de la reforma educativa, las recientes licitaciones petroleras a una serie de empresas patito de nueva creación, el fracaso de la acusación penal en contra de Arturo Escobar, los nulos avances en el caso Ayotzinapa y el Constituyente amañado para el Distrito Federal, son, todos, signos de que poco o nada ha cambiado en nuestro país.
Pero las apariencias con frecuencia engañan. Los desenlaces políticos diferentes frente a resultados electorales similares son sólo efectos temporales de los diseños institucionales en los dos países.
España tiene un sistema parlamentario en que el jefe del gobierno surge del Parlamento y solamente puede mantenerse en el poder si alcanza mayoría en ese órgano legislativo. En este tipo de sistemas las crisis de legitimidad por lo común encuentran más rápidamente un cauce institucional, ya que la autoridad central depende del respaldo de la población expresado en constantes elecciones parlamentarias. Si México contara con un sistema de tal naturaleza, Peña Nieto sin duda hubiera tenido que hacer maletas desde hace mucho tiempo.
En contraste, en sistemas presidenciales como el mexicano la política nacional es menos sensible en el corto plazo a las crisis de legitimidad. El hecho de que el titular del Poder Ejecutivo es elegido de manera directa por la población por un periodo predeterminado lo protege temporalmente de la opinión pública. Sin embargo, precisamente esta falta de flexibilidad de los sistemas presidenciales es lo que genera las condiciones para cambios políticos demasiado bruscos al término de cada periodo de gobierno.
En suma, mientras los sistemas parlamentarios permiten que el sistema político vaya amortiguando y asimilando poco a poco las transformaciones sociales, en los presidenciales la tormenta ciudadana tiene más tiempo para acumular fuerza en preparación para su desenlace definitivo durante las próximas elecciones presidenciales.
En España, el nuevo partido Podemos logró colocarse muy rápido como una fuerza importante dentro del Parlamento y sus líderes ya se encuentran en un proceso de negociación para posiblemente formar parte de una nueva coalición de gobierno. Su incorporación al gobierno implicará por necesidad un alejamiento de sus bases sociales, así como una moderación de su compromiso con la transformación de la política nacional. Asimismo, las posiciones de Podemos sin duda se verán afectadas por el fuerte giro a la derecha en toda Europa a raíz de la crisis de los refugiados de Siria y los ataques terroristas en Francia.
En contraste, en México nos restan todavía dos largos años para construir y fortalecer la nueva alternativa ciudadana desde la izquierda. En nuestro país tenemos también la gran ventaja de contar con una Constitución mucho más avanzada que la española, sin Rey y con un amplio menú de derechos económicos y sociales. Asimismo, en México nunca vivimos una dictadura totalitaria como la de Francisco Franco, quien gobernó con mano de hierro durante cuatro décadas (1936-1975), lo cual institucionalizó una cultura política con fuertes tendencias fascistas muy diferentes a la cultura política mexicana, forjada por siglos de luchas y reivindicaciones sociales.
La sordera, el cinismo y la inflexibilidad del régimen autoritario mexicano constituyen su Talón de Aquiles. Mientras Aurelio Ñuño hace campaña encarcelando maestros, Manuel Velasco comprando votos y Manlio Fabio Beltrones privatizando la política, 81% de la población mexicana que se encuentra insatisfecha con el funcionamiento de nuestro sistema político (véase Latinobarómetro 2015; va tejiendo paso a paso las redes, las relaciones y las propuestas necesarias para finalmente hacer valer la soberanía popular en 2018.
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Publicado en Revista Proceso No. 2043
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