Por Sabina Berman
En las recién pasadas elecciones el PRI perdió siete gubernaturas, amén de alcaldías importantes y decenas de distritos locales. Nada de qué extrañarse. El PRI perdió en las urnas lo que ya había perdido en las sobremesas de los mexicanos, la confianza de la gente.
El obispo de Veracruz se alzó engreído de su asiento obispal para decir que la pérdida se debía a que el presidente Peña ha enviado una iniciativa al Congreso para aprobar el matrimonio entre personas que no sean necesariamente hombre y mujer.
Cada cual con sus obsesiones: a pesar del consejo del mismo Papa Francisco, en el sentido de no fijarse tanto en los genitales ajenos, y sí más en la pobreza y la injusticia, el obispo cree con sinceridad que el mal de la tierra se cifra en la morfología genital de la gente que hace el amor.
Allá él. Que goce de su idea de triunfo, hasta que la realidad se la esfume.
En cambio el presidente del PAN se apropió más verosímilmente del triunfo. Acción Nacional gobernará más estados que nunca en su historia y el joven Ricardo Anaya cree que se debe a la eficacia de las campañas de sus candidatos.
Eso, por más que la mayoría de sus candidatos son personajes deslucidos, a veces expriistas, a veces con un historial de corrupción propio, y de todos ellos ni uno solo acuñó una sola idea memorable. Puros lemas rancios.
Vaya también el presidente del PAN con sus ilusiones fatuas.
No. La gente votó contra la corrupción, cuya encarnación más cínica se da entre los priistas. Y sobre todo la gente votó masivamente por aquellos candidatos que prometieron castigar a sus predecesores corruptos.
Miguel Ángel Yunes, de un historial de corrupciones propias conocidas y señalado hace 20 años como amigo de pederastas, es creíble como el vengador de las maldades del gobernador de Veracruz, Duarte. Es un tipo al que lo que le sobra es la agresividad.
Javier Corral, que es un panista, pero francamente opuesto a la dirección actual de su partido, resultó creíble cuando prometió encarcelar al pasado gobernador de Chihuahua, y no sólo eso, cuando prometió resarcir al erario de su pillaje.
Corral es un señor connotado por sus ánimos beligerantes, no por su diplomacia. Por su discurso aguerrido, no por sus dones conciliatorios.
Y así los restantes ganadores. Personajes que al menos al parecer tienen la decisión y el vigor para ejercer la justicia en sus lares, que no la venganza.
No por coincidencia el Bronco, gobernador de Nuevo León, eligió el inicio de la semana de las elecciones para anunciar que por fin estaba decidido a cumplir la promesa que lo hizo llegar al poder hace un año. A decir, encarcelar al exmandatario estatal Rodrigo Mena. Las encuestas ya apuntaban a lo que los resultados confirmaron: para el votante de nuestros días el tema crucial es la corrupción.
Y en ello la gente no se equivoca. Sólo es consecuente: los mexicanos hemos convertido en el monotema para las sobremesas la corrupción, y eso porque la corrupción es, en efecto, el peor mal del país.
La corrupción no sólo arruina todo plan de gobierno, al trastocarlo; no sólo carga a los empresarios con una cuota altísima que los descarta en los negocios globalizados; no sólo infecta la meritocracia de toda institución, incluyendo las culturales; la corrupción es el túnel donde se conecta el crimen de los bajos fondos del país con las oficinas de gobierno, y nos condena a los mexicanos a ser saqueados desde arriba y desde abajo.
Para las elecciones de 2018, las presidenciales, el PRI no tiene remedio. Este sexenio probó con largueza que sencillamente no adivina que pueda existir algo más allá de la cultura de la corrupción. Pero el PAN haría mal en engañarse: para ganar la presidencia en 2018 no basta ser el otro partido que no es el PRI.
Hace falta que vuelva a su raíz. Que vuelva a creer en un país que ya merece estar sujeto a leyes. Y hace falta que presente un plan verosímil para llevarlo a ese estadio superior de civilización.
Porque para 2018 las elecciones presidenciales, como éstas intermedias por 12 gubernaturas, de nuevo versarán sobre la corrupción, y ganará el candidato (o la candidata) que se comprometa con un plan práctico y radical para acabarla.
No importa su partido. O que siquiera tenga un partido. Los mexicanos podemos diferir en mil y un asuntos, pero en cuanto a la corrupción hemos llegado a un acuerdo. Nos merecemos un país donde no sea la forma de gobierno.
Fuente: Proceso