Entre azul y buenas noches

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Por Adolfo Sánchez Rebolledo

Al presidente Peña le corre prisa para modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución. Sabe que entre todos los cambios propuestos al inicio de sexenio, ninguno se compara por sus implicaciones con esta reforma, sin duda la más riesgosa de la historia moderna de México. Aunque en la propaganda gubernamental se defiende como una modernización que no privatiza la propiedad de las riquezas estratégicas, lo cierto es se trata de una enorme operación para traspasar del Estado a los particulares los beneficios de la renta petrolera, es decir, para compartir lo que hasta hoy se consideraba como propiedad exclusiva de la nación.

La disputa por el patrimonio del subsuelo es casi tan vieja como la formación del Estado moderno tras la Revolución armada. Fueron los eminentes abogados de la derecha liberal los primeros en darle forma a la crítica que en el terreno político abanderaría el Partido Acción Nacional, nacido, justamente, para representar en la pugna ideológica del siglo XX la opción contraria al México social que el cardenismo apuntalaba. Esta postura, latente en el ideario de los grupos dominantes de la burguesía posrevolucionaria, persiguió a la expropiación decretada por Lázaro Cárdenas, creció en los años de reflujo reformista gracias al contratismo y en sincronía con la corrupción democrática, corporativa del viejo nacionalismo burocrático, fomentando las aspiraciones imperiales que nunca desaparecieron del escenario.

No obstante que la reforma a la Constitución (artículo 27) resultó imposible y los hidrocarburos siguieron siendo estratégicos bajo la rectoría del Estado, en los hechos se impuso la avidez de los nuevos ricos, la subordinación ventajosa de la industria petrolera a las decisiones de una minoría consumista y dependiente que, sin embargo, no pudo prescindir de dichos recursos para atender las necesidades fiscales del Estado. Ahora Peña Nieto quiere dar el salto al vacío y modificar el orden de las cosas apoyándose en el PAN, que sueña con depurar la presencia del Estado, de conformidad con el anacronismo privatizador que lo vio nacer como vocero de una clase empresarial sin empuje ni presencia.

Para asegurarse de que el PRI lo compensará por su aporte a la reforma energética, el PAN condicionó sus votos en el Congreso a la aprobación al vapor de la llamada reforma político-electoral, un galimatías donde se incluyen propuestas necesarias y ocurrencias de dudosa legitimidad. Aparte de si era o no el momento de hacerla, lo cierto es que se ha puesto de manifiesto el vicio mayor de nuestra vida parlamentaria, que en palabras de la consejera electoral María Marván es que los partidos deciden por sus preocupaciones de corto plazo donde el estado de derecho es una linda sugerencia. No hay democracia que funcione así (La Jornada, 4 de diciembre, p. 9)

No se necesita ser un simpatizante de la izquierda para comprender que si Peña quiere llevar adelante con sus aliados del PAN la gran depuración capitalista del Estado, eliminando los resabios del nacionalismo social y popular, a pesar del dominio mediático le será difícil lograrlo sin contar con los más amplios consensos. Ese es el asunto que el pacto (ahora en crisis) perdió de vista: o las reformas contribuyen a recrear el proyecto nacional o se fortalecen las tendencias a desarticularlo sin alternativa a la vista, lo cual trasciende gustos doctrinarios, compromisos y cálculos del lobby en el ruedo legislativo. Esa es la cuestión de fondo tras la cadena de reformas cuyos trazos finos siguen pendientes, aunque los plazos se agoten, como ocurre con la Ley de Telecomunicaciones, que aún espera las precisiones complementarias para mostrar sus verdaderos colores.

No se quiere admitir con todas sus consecuencias que la reforma energética es un hecho político irreductible a un simple ajuste económico estructural, por más profundo que éste parezca. Empero, el gobierno se ha negado sistemáticamente a darle cauce a la consulta ciudadana, pero también a discutir con detalle el paquete completo de la reforma. Plantea modificar la Constitución dejando en el limbo, por decisión de la mayoría simple, el contenido de las leyes secundarias, que así se convertirán en la señal para repartir el botín, pero sigue sin decir cómo llenará el hueco en la hacienda pública. ¿Quién garantizará la no intromisión de los capitales extranjeros en las decisiones de un gobierno al que la corrupción atenaza? Una vez más, ¿por qué no comenzar reformando en sentido productivo Pemex, en vez de destazarlo en beneficio de las trasnacionales y sus ávidos socios nativos? La respuesta no es técnica, es política y hay que buscarla, por desgracia, menos en la ideología que en los intereses rampantes de la minoría hegemónica.

Incluso un político tan conservador como Diego Fernández de Cevallos se pregunta en voz alta si un cambio semejante se puede tomar por mayoría simple, como aseguran los formalistas que asumen el estado de derecho como una colección de reglamentos de asamblea. En un artículo publicado en Milenio, el político panista afirma que la propuesta oficialista deja márgenes amplios e imprecisos para la legislación secundaria, poniendo en grave riesgo la sobrevivencia económica y funcional de Pemex y de la CFE, además de dejar en manos de una mayoría simple del Congreso de la Unión cuestiones verdaderamente trascendentes, pudiendo quedar en letra muerta el texto constitucional.

Pero ese es el escenario y allí se tomarán decisiones vitales para el país. No son horas tranquilas. El gobierno y el PAN quieren avasallar y la izquierda se ha tardado para responder en un frente común. El proceso no termina en el Senado, si bien las señales son preocupantes. Si a todo ello aunamos la inesperada dolencia de Andrés Manuel López Obrador, a quien deseamos la más pronta recuperación, es evidente que atravesamos por problemas serios. Pero nada en definitiva está dicho. Veremos.

Fuente: La Jornada

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