Que se requiere algún tipo de regulación o autorregulación en las redes sociales, lo sabemos todos. Hay un riesgo evidente en la difusión indiscriminada de materiales aberrantes y en la utilización de las plataformas para cometer e incitar crímenes, desde la pederastia hasta el asesinato. Pero si bien estamos de acuerdo en la necesidad de algún tipo de control o autocontrol, diferimos en la manera de conseguirlo, entre otras cosas por los muchos peligros que eso entraña. ¿Qué se restringe? ¿Quién lo hace? Las preguntas son pertinentes, las respuestas terriblemente incómodas.
Con Trump o sin Trump, era un tema que venía debatiéndose a nivel planetario desde hace tiempo, pero ciertamente el cierre de las cuentas de Twitter y Facebook del ahora ex presidente actualizaron la polémica. En México, el partido en el poder ha anunciado un proyecto de ley que aborda el tema. Si de por sí es un asunto controvertido el hecho de que sea objeto de una iniciativa unilateral de parte del partido mayoritario, en un ambiente políticamente tan polarizado como el mexicano ha generado las posiciones más encontradas.
Y si bien es imposible despolitizarlo, entre otras cosas, porque lo ha politizado el propio Presidente, el proyecto merecería ser examinado cabalmente en su contenido y en sus implicaciones. Lo peor que podría pasar es que sea aprobado o reprobado simplemente por ser un campo de batalla más en la confrontación de dos fuerzas políticas, al margen de sus méritos y deméritos. Y lo digo en los dos sentidos. Sería lamentable que los legisladores oficialistas, que son mayoría, lo aprueben por el mero hecho de provenir de la bancada de Morena; pero sería desafortunado descalificarlo por su procedencia, sin ver siquiera su contenido.
Este miércoles, a pregunta expresa, el presidente López Obrador parecería haber desahuciado el proyecto al responder que no debe haber ningún mecanismo de regulación y que es opuesto a cualquier tipo de censura. Sin embargo, cuesta trabajo creer que el líder del Senado haya actuado por su cuenta, considerando que el proyecto aterrizaba una molestia reiterada del Presidente en contra de estas plataformas. Si se trata de una rectificación, es más que bienvenida.
Y no obstante que se trata de temas delicados, eso no significa que debamos ignorarlos. Porciones de la propuesta de Monreal son intransitables en su formulación, pero en conjunto la iniciativa ofrece la oportunidad de debatir un problema real.
Veamos los aspectos fundamentales. En esencia, el proyecto intenta quitar a las plataformas el poder absoluto que detentan sobre las cuentas de los usuarios y sus contenidos, que hasta ahora se manejan como una propiedad exclusiva de estas empresas. Para el gobierno de la 4T parecería constituir un tema de soberanía nacional (los centros de decisión están en el extranjero) e ideológico (son empresas privadas y no sociales, comunitarias o estatales quienes definen los límites y alcances de la comunicación social en las redes).
En el fondo, eso es lo que está en debate en el proyecto de ley: las plataformas son privadas, pero en ellas se construye la conversación comunitaria y se están convirtiendo en el foro decisivo en el que los ciudadanos se informan y forman opinión sobre los asuntos públicos.
La propuesta del “proyecto Monreal”, como se le conoce, otorga al Estado la preeminencia para definir los criterios que tendrían que aplicarse para regular los excesos, y para ello se cita al artículo 6to constitucional que permite sancionar un contenido que “ataque a la moral, los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público”.
Que la autoridad sea quien decida si una expresión o una opinión perturba el orden público o la moral, es una posibilidad que pone los pelos de punta a cualquiera. De hecho, debería espantar a los propios lopezobradoristas, porque algún día podrían volver a ser oposición y bajo esa norma cualquier crítico del poder podría ser censurado o algo peor, bajo la consideración de que su caricatura o una frase perturba la paz social. Si bien se propone que la intervención estatal se canalice mediante el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), un organismo descentralizado, el presidencialismo de nuestro sistema político convierte al intermediario en un mero eufemismo.
En una sociedad perfecta siempre sería preferible que los términos de la conversación de la comunidad sean fijados por una entidad pública y no por un grupo de nerds convertidos en millonarios que operan desde su burbuja y en atención a criterios de rentabilidad. Pero en una realidad en la que tradicionalmente el poder se ha ejercido de manera arbitraria, entregar a la clase política tal preeminencia sobre los ciudadanos (y la oposición) es absurdo y potencialmente muy dañino. La medicina podría ser más perjudicial que la enfermedad.
Con todo, el proyecto contempla temas muy rescatables en todo lo que tiene que ver con los derechos de los usuarios, quienes hasta ahora han sido meros rehenes. Por ejemplo, la exigencia para que estas redes transparenten los criterios con los cuales se cancela una cuenta o mecanismos que obliguen a responder a un ciudadano afectado.
Las redes sociales llegaron para quedarse y su impacto será cada vez más decisivo. Su virtud reside en la libertad que ofrecen, pero es evidente que han comenzado a ser utilizadas con propósitos aviesos y dañinos que deben ser corregidos. No es aconsejable que tal control lo ejerzan exclusivamente los fundadores que profitan de ellos, pero tampoco los gobiernos en cuyas manos podrían convertirse en un terrible mecanismo de control y represión. Más temprano que tarde habría que encararlo desde la perspectiva de los propios usuarios y desde la lógica del interés ciudadano.
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Fuente: Milenio