Por Pedro MIguel
El fundador de Wikileaks sabe perfectamente lo que hace y a lo que se expone: confrontar a la máxima potencia mundial y sus principales aliados –que son potencias por derecho propio– en condiciones de desventaja brutal: una pequeña organización, limitada en recursos con muy pocos integrantes, ha sido capaz, sin embargo, de poner en jaque al gobierno de Estados Unidos y a muchos otros, de cimbrar la complejísima red de relaciones mundiales de Washington y de modificar de esa manera las relaciones de poder del mundo contemporáneo. La difusión de los Papeles de Afganistán, de los Papeles de Irak y de los cables del Departamento de Estado, nueve años más tarde, marcó un parteaguas para los gobernantes, las sociedades y los medios de todo el planeta. Para llevar a cabo tal hazaña es necesario tener una excepcional comprensión del mundo, un propósito claro y un programa de acción definido, y Julian Assange los tiene y supo transmitirlos a su organización. Su historia no es la de un travieso desorientado ni la de un enfant terrible de la informática, como lo han querido presentar a posteriori los medios occidentales que engordaron su circulación y su tráfico gracias a los materiales informativos que Wikileaks les entregó de manera gratuita; ahora se refieren a Assange como “el hacker australiano” y le niegan las facetas de periodista, de pensador y de activista que conviven en este perseguido planetario.
A fines de 2010 Wikileaks decidió suspender su colaboración con grandes diarios para enfocarse en medios independientes y más pequeños y agrupar aquella información en conjuntos nacionales.
–¿Cuál es tu concepción de las relaciones entre México y su vecino del norte? –preguntó Assange al enviado de La Jornada al que entregó en mano la memoria USB que contenía los cerca de tres mil informes diplomáticos elaborados durante varios años por las representaciones estadunidenses y enviados en su momento al Departamento de Estado.
–Es una pregunta demasiado general. Sería difícil darle una respuesta sintética. Hay dimensiones económicas, históricas, culturales…
–Sea cual sea –interrumpió el australiano– va a cambiar radicalmente después de que proceses lo que te estoy entregando.
Y sí. El equipo de reporteros de La Jornada que durante semanas descifró, sistematizó y hurgó en las cerca de nueve mil páginas de texto a las que equivalía el contenido del pequeño dispositivo fue descubriendo el pavoroso grado de dependencia de las autoridades mexicanas de la época –era el quinto y penúltimo año de Felipe Calderón en Los Pinos– hacia Washington y, peor aun, hacia sus representantes diplomáticos en nuestro país. Desde el jefe del Ejecutivo federal hasta los presidentes municipales acudían a la legación diplomática a pedir favores, a hablar mal de sus rivales, a brindar cuanta información se les requería y a intentar congraciarse con los diplomáticos extranjeros.
La superpotencia tenía a la mayor parte de la clase política de todos los partidos, al empresariado, a intelectuales, medios y periodistas, rendida a sus pies, y lo aprovechó para intervenir en asuntos tan trascendentes y soberanos como la sucesión presidencial Fox-Calderón y el manejo de la diplomacia mexicana en otros países y, desde luego, para hacer y deshacer a sus anchas en materia de seguridad nacional, seguridad interior y seguridad pública. Las voces de la izquierda nacional que se referían a Calderón como pelele
pensaban que lo era de la oligarquía mediático-empresarial, pero se equivocaban: ignoraban, hasta entonces, el grado de dependencia y sumisión que el gobierno del panista michoacano mantenía hacia las oficinas públicas de Washington.
Lo publicado a partir de los cables entregados por Wikileaks a La Jornada tenía un potencial de escándalo político muy superior a la materia que dio origen al Watergate, pero si bien el sistema político nacional se estremeció ante las revelaciones, la única baja laboral fue a la postre el embajador estadunidense, Carlos Pascual, a quien Calderón le tenía ojeriza. La razón de esa falta de consecuencias inmediatas fue el telón de silencio tendido por la gran parte de los medios en torno a lo que este diario publicaba y cuyas fuentes quedaban de inmediato a disposición de todo mundo. Pero a pesar de todo, la enseñanza de Assange y Wikileaks terminó por trascender, especialmente entre la población joven: era posible desnudar al poder, exhibirlo en las redes y usar todo aquello para la convocatoria a la transformación política. La lección fue aplicada por vez primera en el país, un año más tarde, por el movimiento #YoSoy132, se generalizó y expandió durante el catastrófico peñato y desempeñó un papel fundamental en la sublevación electoral de julio de 2018.
Desde ayer en la mañana Assange está preso y en peligro de ser extraditado a Estados Unidos, y México tiene una deuda con él: un espejo del régimen oligárquico y un poderoso instrumento de acción política.
Twitter: @navegaciones
Fuente: La Jornada