Por Luis Linares Zapata
Los responsables de administrar la vida interna de los partidos son, por regla casi mundial, quienes, usando su amplio margen de maniobra y con generosidad inaudita, prolongan su estadía en los puestos de mando. Si no hay un cataclismo que los toque, seguirán incrustados en sus cuerpos de dirección. El voto de premio, en una elección cualquiera, se anota, de inmediato y sin remilgos que valgan, en sus haberes. El de castigo, en cambio, no tiene efecto en sus dominios burocráticos y siguen tan campantes como si nada hubiera ocurrido, salvo el desánimo de los electores que, en ocasiones, llega a ser francamente pronunciado, peligroso y hasta suicida. Estos últimos factores parece importarles poco a los habitantes de las cúpulas pues, a pesar de las periódicas evaluaciones externas que se hacen del sentimiento de los ciudadanos, los dirigentes exhiben, orondos, su desfachatez. Lo cierto es que los sentimientos y las razones negativas que llueven sobre el aprecio de los electores aumentan en intensidad y constancia. Daños que flotan en espera de algún acontecimiento que exija un basamento de credibilidad y confianza para la continuidad de la convivencia. Es entonces cuando los apoyos populares flaquean y, para sobreponerse a ellos, se caiga en la improvisación y las urgencias tardías. Se transita entonces, con la incertidumbre inherente, entre los recelos y los raspones inferidos al cuerpo social.
Varios indicios de la actualidad nacional apuntan hacia una acumulación de eventos que inciden de modo intenso en el ánimo colectivo y sus relaciones con el poder. Las heridas que los crímenes de Ayotzinapa abrieron no se han cerrado con la propiedad y justicia debida. Quedan, por tanto, adheridos a esos dolores como rémoras que no dejan de supurar. El poder establecido no ha podido canalizarlos en una forma que marche acorde con, al menos, la mayoría de los involucrados. Se ha apostado, desde lo alto, al olvido, pero, a pesar de ello, los desacuerdos siguen gravitando sobre la cotidianidad de los asuntos generales. Y ahí seguirán hasta que, un buen día, se mezclen o contaminen con algún accidente o decisión mal tomada, ya tan comunes en el quehacer público.
La actualidad, un día sí y el otro también, se enreda en situaciones de violencia extrema. El combate a las drogas es una costosa, sangrienta guerra perdida que se pelea de manera subrogada. Ningún político o funcionario se atreve a enfrentar la cólera del vecino por miedo a sus castigos. Sólo la espera de una legalización al interior de Estados Unidos podrá aliviar la carga. Por ahora, lo seguro es que la violencia intervenga con una constancia digna de mejor causa y sea una angustiante espina. Es por eso que el cuidado de las disputas con y entre grupos situados en la base de la pirámide económico-social se tornen en extremo delicados. Porque es ahí, en ese inhóspito territorio que habitan los de abajo, donde se implican vivencias atadas a la justicia distributiva y los derechos humanos. Es el imperioso caso de los jornaleros de San Quintín. A dos meses de haber estallado el diferendo entre trabajadores y empresarios del campo, la Federación ha sido omisa en atender, con la diligencia y el espíritu debido tan espinoso conflicto. La autoridad panista del estado de Baja California ha dado contundentes pruebas de su parcialidad. Y no sólo eso, sino revela un marcado conflicto de intereses: varios de sus funcionarios son, al mismo tiempo, productores en esa explosiva región. Mientras más tarde en intervenir para bien de los que menos tienen, más quedará impreso, en la mente colectiva, el omiso e insensible gobierno del priísmo renovado.
Fuente: La Jornada