El trabajo una mera mercancía más

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Por Cándido Marquesán Millán/ nuevatribuna.es

Las secuelas negativas de esta gravísima crisis económica son muchas. Aquel pacto alcanzado tras la II Guerra Mundial que permitió todo un conjunto de conquistas laborales tras durísimas luchas de los trabajadores, no producto de una concesión gratuita de los empresarios, se ha roto definitivamente, porque estos ya no tienen ningún miedo. Y en esta situación estamos. Salarios cada vez más reducidos, trabajos en precario, eliminación de la negociación colectiva, abaratamiento de los despidos, retraso en la edad de jubilación, pensiones cada vez más bajas y cifras dramáticas de parados. Con ser grave la situación, todo es susceptible de empeorar, y, sobre todo en este voraz sistema capitalista versión neoliberal, que nunca tiene bastante. Desde la OCDE acaban de afirmar que hay que continuar con las mismas medidas, e incluso, intensificarlas más, para alcanzar al final de este largo camino tortuoso la Tierra Prometida. Vieja y repetida cantinela, que ni si quiera ellos se la creen. Por ello, la cuestión social ha irrumpido con gran fuerza, y las clases privilegiadas deberían ser conscientes del peligro potencial que lleva consigo, por lo que deberían reconducirla y atenuarla, aunque solo fuera por prudencia, ya que es impensable que lo hagan movidas por razones éticas.

Retornando al problema del paro, su existencia y magnitud es la mayor manifestación del fracaso de las medidas económicas puestas en marcha para salir de este pozo. Supone la constatación más clara de la negación de un derecho fundamental, cual es el derecho al trabajo, reconocido con gran claridad en nuestra Carta Magna en su artículo 40. 1. “Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo”. Y en esta situación, resulta descorazonador que nuestro ínclito presidente del Gobierno tenga la desfachatez de afirmar que nuestra Constitución no ha perdido vigencia, por lo que no hay que verificar cambio alguno en ella. Y se queda tan ancho.

La cifra de parados no solo no se achica sino que día tras día se incrementa de una manera inexorable. Ya no es noticia. Es grave que ya nos estemos acostumbrando a ella. En estas últimas fechas en la provincia de Zaragoza aparecen en los medios de comunicación noticias como estas: 76 despidos en Tauste por el cierre de Brus Refrigeration. La empresa pierde a su principal cliente (Fagor) y trasladará producción a Turquía; el plan de reestructuración bancaria contempla el cierre de 187 oficinas y 592 trabajadores, de un total de 2.573 con los que cuenta la plantilla de Caja3; se cierra definitivamente el Parador Nacional de Teruel y parcialmente durante 5 meses los de Alcañiz y Bielsa. Este calvario tendrá fin algún día. La situación es aterradora. Resulta lamentable que nuestros actuales representantes políticos ya ni siquiera se sientan obligados a dar una explicación del incremento de las cifras de parados. Hace un tiempo, era frecuente que un Secretario de Trabajo, nunca el Ministro, apareciera en los medios de comunicación a dar alguna justificación, aunque nunca convincente. Se argumentaba que se debía al final de la campaña de la vendimia o del turismo. O cualquier otra razón. Ahora no aparece nadie. Probablemente porque no existe justificación alguna.

Una pregunta que suelo hacerme es la siguiente: ¿Ya no hay otra alternativa que el despedir trabajadores cuando aparece una mala situación económica o se prevé en el futuro tanto en la empresa privada como en el sector público? Por lo que parece, no la hay. Tampoco requiere mucha imaginación el despedir trabajadores. Eso lo sabe hacer cualquiera. Cuando según el empresario no hay beneficios o expectativa de ellos, se coge la nómina de trabajadores y los primeros 100 a la puta calle. Entraría en la lógica que esa dinámica de destrucción de empleo en el sector privado, el público tratara de contrarrestarla manteniendo o creando puestos de trabajo. Todo lo contrario. Es una auténtica máquina de destrucción masiva de empleo. Con el pretexto de hacer ajustes fiscales, por motivo de la deuda-deberíamos conocer su origen para que los ciudadanos la asumiéramos-, se eliminan miles de interinos en los servicios de sanidad, educación o asistencia social. Para eso sobran ministros y secretarios de Economía, y sus correspondientes asesores. Para ese viaje no se necesita ni media alforja. Eso sabría hacerlo un estudiante de 1º de Bachillerato que hubiera aprobado la primera evaluación de Economía. Mas hace ya años que siempre se rompe la cuerda por el punto más débil. Tengo la impresión de que los ejecutores del sector privado y del público de estas draconianas medidas, nunca piensan en que sus efectos recaen sobre personas, que no son simples números en una estadística. Son seres humanos, que tienen unas necesidades básicas, familiares y sociales, no son una mera fuerza de trabajo que se coge o se tira sin contemplaciones.

Me generan una profunda impresión la ligereza y la osadía con la que empresarios y dirigentes políticos camuflados en razones éticas, despiden a millares de trabajadores, de lo que se enorgullecen ya que han sido capaces de tomar decisiones difíciles, que según los gurús de la economía son imprescindibles para salir de la crisis. Los dirigentes del PP presentan como mérito en su currículo político, el haber sido suficientemente duros como para infligir dolor a los otros. Sobre todo con los más débiles. Si los Rajoy, Cospedal, Ana Mato han decidido tomar estas decisiones, cabe pensar que tendrán motivos poderosos para hacerlo, mas lo que parece claro es que el daño que la mayoría de la ciudadanía española está sufriendo es inmenso y que quedará para siempre en los libros de nuestra historia. Por ello, aunque solo fuera por esa responsabilidad que asumen ante la historia, deberían ser muy reflexivos y precavidos antes de tomar tales decisiones. Sin embargo, por la frialdad, contundencia e insensibilidad que muestran cuando defienden y estampan sus firmas en los decretos que ponen en marcha miles de despidos, tengo la impresión de que no son conscientes de lo que están haciendo. Si lo fueran, cuando menos, de alguno de ellos en alguna de sus comparecencias públicas, cabría esperar que expresaran algún tipo de pesadumbre, como lo hizo Elsa Fornero, ministra de Trabajo del Gobierno de Monti, que se puso a llorar al dar conocer los recortes en las pensiones, sanidad y educación públicas italianas. No me imagino a Ana Mato o Dolores de Cospedal en la misma situación. Estas ya salen lloradas de casa.

Fuente: Nueva Tribuna

 

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