Por Alexander Naime Sánchez-Henkel*
Dos pescaditos nadan y se cruzan con un pez viejo que los saluda y les dice: Buenos días, ¿cómo está el agua? Y los dos pescaditos siguen nadando por un rato hasta que uno voltea hacia el otro: ¿Qué es el agua?
A veces las realidades más obvias e importantes son las más difíciles de ver y expresar.
¿Qué son las elecciones? ¿Son acaso ese solemne procedimiento constitucional para renovar el liderazgo político de forma pacífica, o son meros cambios cosméticos en la política?
Empecemos desde abajo. Llanamente, la política es la competencia, el conflicto y la cooperación entre distintos grupos. Los partidos surgieron para consolidar la voz de una parte de la población y transmitir sus necesidades al Estado. De ahí, partidos políticos, grupos de ciudadanos activos que toman partido en la política pública.
Conforme evoluciona la democracia y aumenta la demografía, los gobernantes y los gobernados se distancian. La burocracia y la genética los separan. Los partidos políticos, esas entidades que representan las diversas voces de la sociedad civil, formulan demandas al Estado y, por medio de elecciones, intentan influir al Estado colocando a sus representantes en su estructura. El partido político se convierte en el único vínculo que conecta al Estado con la ciudadanía. Orgánicamente, de los partidos comienza a surgir una clase social, la política, dedicada de tiempo completo a exigir que el Estado se sensibilice y vigile el interés del grupo que representan.
Gracias al desarrollo de los medios de comunicación masiva los partidos políticos pueden llegar a más grupos. Para ello, formulan programas y ajustan promesas que pretenden alcanzaran los intereses de todos, o casi todos. Así, los partidos dejan de representar al grupo social que les dio origen y comienzan a buscar la gracia de un electorado cuyas necesidades desconocen pero cuyos votos los mantendrá en la estructura del Estado.
El costo de capturar un amplio electorado es muy grande para los partidos políticos. No tienen de otra. Si quieren continuar jugando deben mirar hacia el Estado. Ya no a la ciudadanía. ¿Y qué hacen desde su posición en el gobierno? Crean leyes que regulan sus actividades y su acceso y uso de recursos. Ellos mismos le ponen reglas a su juego y se convierten en instituciones subsidiadas y reguladas por el Estado. Al institucionalizar su existencia, dejan de servir a la ciudadanía y ponen al Estado a su servicio. Para justificar su dominio y mantener una estabilidad social sin jamás llegar a un cambio social, los partidos deben ganarse al electorado.
Son tan profesionales que ya ni siquiera es importante ganar o perder en las elecciones, con sólo obtener un porcentaje del electorado un partido político justifica su existencia.
Ciertamente los partidos compiten. Pero es un show. En algunos lugares profesan diferencias irreconciliables y se cachetean, y en otros descubren similitudes y forman alianzas. Claro está que compiten sabiendo que comparten el interés común de la supervivencia y su único objetivo es obtener votos a como dé lugar, incluso rompiendo sus propias reglas.
Y así, por arte de legislación y estatus, pasan a ser los amos del Estado, sin ser ya representativos de la población ni sensibles a ella. Son también dueños de la democracia electoral, la cual ya no es un proceso por el cual la sociedad civil impone límites o controles al Estado, sino un servicio que el Estado, a través de los partidos, proporciona a la sociedad civil.
* Alexander Naime Sánchez-Henkel. Sociólogo
Fuente: La Jornada