El retorno de la criminalización

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Por Javier Sicilia

Las víctimas somos incómodas. No conozco una mejor palabra para definirnos que la que acuñó Jorge Semprún aplicándosela a sí mismo después de su liberación de Buchenwald: un revenant, un “regresado”, alguien que viene del horror y del infierno de la muerte, que los atravesó y produce a la vez miedo y compasión. Una especie de Lázaro horriblemente incómodo al que pocos quieren escuchar porque trae en sus palabras y en su carne el sufrimiento de las víctimas. Primo Levi tardó varios años en encontrar editor para Si esto es un hombre, el primer tomo de su trilogía sobre Auschwitz.

Para los gobiernos, esas presencias son la muestra absoluta del fracaso y la violencia del Estado. Por ello las desprecian y las criminalizan. No fue otra cosa lo que hasta marzo de 2011 hizo el gobierno de Calderón ante los reclamos del dolor. “Si sus parientes están muertos o desaparecidos, algo habrán hecho”. “Son criminales y se están matando entre ellos”. “Eso les sucede por andar en malos pasos”. Una manera de decir: “Ustedes no nos importan; sus muertos y desaparecidos son para nosotros basura, cucarachas, piojos, vida prescindible como las de ustedes que nos lo reclaman”.

En marzo de 2011, la masacre de siete personas en Morelos revirtió la perversión. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) recorrió el país dando voz a las víctimas de la violencia. Un pueblo inmenso de revenants tomó las plazas públicas del país y de Estados Unidos para contar sus historias. Por vez primera, después de cinco años de muerte, criminalización y silencio, las víctimas hicieron oír lo que nadie quería oír. Eran cientos de Primos Levi y Jorges Semprún contando desde los templetes el horror silenciado, acusando al Estado y a la nación de esa inmensa responsabilidad y proponiendo una ruta de justicia y paz. Por un momento el Estado, los gobiernos y sus partidocracias parecieron reconocer la deuda. El propio Enrique Peña Nieto no sólo promulgó la Ley General de Víctimas y creó la Comisión para atenderlas (CEAV), sino que creó también una unidad especializada dedicada a la búsqueda de desaparecidos. Lentamente, sin embrago, a fuerza de nuevas masacres, desapariciones e incapacidad en la tarea de hacer justicia, el regreso a la criminalización de las víctimas se ha ido instalando de nuevo entre nosotros.

Dos de los últimos crímenes, después de los de Tlatlaya y Apatzingán, donde las víctimas fueron abusivamente criminalizadas, lo muestran de manera aterradora: los asesinatos de Rubén Espinosa, Nadia Vera y tres mujeres más en el DF, y el descuartizamiento de dos mujeres en Temixco, Morelos. El primero, las autoridades han querido reducirlo a un crimen por robo en el que las víctimas tuvieron la culpa por juntarse con sus victimarios y dejarlos entrar en su departamento. Ni la violencia brutal con la que las torturaron ni las amenazas que dos de ellas recibieron de parte del gobierno de Javier Duarte –uno más de los gobernadores criminales consentidos del Estado– han servido de nada.

En el segundo caso, las autoridades decidieron criminalizarlas por putas. “La Comisión Estatal de Seguridad Pública y la Fiscalía General del Estado –reveló La Redacción de La Jornada Morelos (20 de agosto de 2015)– emitieron un comunicado en el que informan que las dos personas eran ‘trabajadoras’ de un bar, lo que empata con la versión del gobernador de que las mujeres asesinadas en Morelos son (sic) por trabajar en giros negros y rojos”. No importan la larga cadena de feminicidios que azota a Morelos ni la Alerta de Género recientemente decretada en ese estado. No importa que en lo que va del año Morelos tenga más de 240 asesinatos, decenas de desaparecidos y 11 secuestrados en el mes de julio. En uno y otro caso las víctimas son las culpables.

Este retorno a la criminalización no sólo muestra la insoportable incomodidad de las víctimas. Muestra también que el Estado, sus gobiernos y partidocracias son sus productores. Cuando un gobierno criminaliza a las víctimas, está implicado directamente en el crimen o bien trabaja para los criminales transfiriendo la responsabilidad del victimario a la víctima. Ambas actividades son una manera de acallar su espantosa verdad, de devolvernos a la muerte y al horror del cual venimos, de amordazarnos y silenciarnos como lo hicieron con los nuestros. Es también una forma de aprovechar el espanto que provocamos entre los vivos para que acepten el crimen y guarden silencio.

Después del MPJD, no se ha podido gestar otro movimiento que tome el partido de todas las víctimas. Fuera de ­Ayotzinapa, que las reduce a 43 –las demás, como lo hace el Estado, no existimos para esa izquierda puritana y ciega–, las masacres, los asesinatos y las desapariciones que vivimos a diario son la despreciable vida de las cucarachas. En ese silenciamiento y esa criminalización de los gobiernos, los que no gustan de los revenants encuentran el pretexto para darles la espalda; las organizaciones, para fracturarse en sus múltiples agendas y usar a ciertas víctimas en pos de sus fines; y mientras nos deshabitamos de nosotros mismos, el Estado hace de la violencia, la impunidad, la corrupción, la frivolidad y la muerte la razón de ser de la vida política.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.

Fuente: Proceso

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