Por Javier Sicilia
Para John Ackerman, un mexicano digno, con mi amistad y mi solidaridad.
Día con día confirmo que la crisis que vive México tiene, como lo señalé en Lenguaje y crisis (Proceso 2010), un componente fundamental en la destrucción del lenguaje. Herder, el padre del Romanticismo, a quien Octavio Paz debe muchas de sus ideas sobre la lengua, hablaba de la enorme importancia que tiene una lengua sana para la salud de un pueblo y afirmaba que cuando una lengua ha sido corrompida, el cuerpo político resiente la decadencia tanto en sus rasgos característicos como en sus logros.
Herder, como teólogo, entendía con mucha finura que el lenguaje, hecho de palabras, es el mundo de los seres humanos. Nada de lo que hemos creado –pensamiento, cultura, ciencia, política, incluso cosas– se ha hecho sin él. Por desgracia, los lenguajes se han vuelto pobres y las palabras vacilantes en nuestra lengua. Cuando, como sucede en el mundo criminal, el universo lingüístico se reduce a 100 palabras, de las cuales 40% son soeces, no hay manera de comprender la grandeza de la vida, mucho menos de sentir el peso de siglos de cultura que nos han llevado al concepto del derecho humano y su sacralidad. Sumidos en la imbecilidad (carencia de sostén, de báculo, de realeza, es su sentido etimológico), su mundo se reduce al de la fuerza bruta, la amenaza salvaje y el terror. Esa imbecilidad es aún peor en la clase política, cuyos lenguajes, no tan reducidos como el de los sicarios y capos, ha perdido, en cambio, sus significaciones.
Los proverbiales gazapos de Enrique Peña Nieto, los slogans de campaña de los contendientes a puestos de gobierno, su reducción de los contenidos políticos a ocurrencias mediáticas, los insultos que se propinan entre sí, las pasiones –formas de lo irracional– con las que contaminan a sus correligionarios, no revelan otra cosa que una grave pérdida de las significaciones que guarda la lengua y, por lo tanto, la continuación de lo salvaje y sus violencias por otros medios.
Un ejemplo de esa degradación de la lengua son las respuestas a la Carta abierta que escribí a Andrés Manuel López Obrador (Proceso 2148). Pese a mis distinciones lingüísticas entre amnistía y perdón, la mayoría, tanto la que estaba a favor de mis argumentos como la que no, continuó confundiendo perdón y amnistía, y desvirtuando lo que buscaba ser una discusión para crear verdaderos contenidos políticos que pudieran llevarnos a la paz y a la justicia.
Contaminadas de irracionalidad, las palabras se han vuelto una pura moneda de cambio mediante la cual se puede decir irresponsablemente cualquier cosa y entender cualquier cosa, se puede responder al argumento con el insulto, la amenaza o el terror, y la acusación con otra acusación. Con ella ninguna estupidez es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna verdad tan abyecta que no se justifique o se encubra. En un mundo así, carente en su mayor parte de actos de razón, es imposible buscar la paz y la justicia. Las pasiones colectivas, alimentadas por la ausencia de significaciones del mundo criminal o de las partidocracias, la niegan, y al negarla auspician la mentira y la violencia.
Cuando una pasión colectiva, decía Simone Weil, logra, a través de la malversación del lenguaje, apoderarse de todo un país, como sucedió con el nazismo, el país se vuelve unánimemente criminal; cuando varias pasiones se apoderan de él, como es el caso de México, el país se divide en varias bandas criminales que, semejantes a las de los capos, se disputan el control de los territorios y el sometimiento de las vidas que en ellos habitan.
El mundo de la violencia que nos rodea desde las cúpulas del Estado y de las partidocracias o desde los bajos fondos del sicariato, se encuentra fuera de las palabras y de la razón porque ellas han dejado de ser creadoras y portadoras de verdades humanas y racionales. Las palabras saturadas de mentiras, atrocidades y malversaciones no pueden hablar de la vida ni rehacer la cultura que han destruido, sólo pueden exhibir el salvajismo de lo inhumano y del estado del terror, con su sadismo y su histeria, que invade tanto la vida pública como la privada.
Esa realidad confirma, más allá de las revelaciones de Herder, las verdades del Libro de los proverbios –“La vida y la muerte están en poder de la lengua; del uso que de ella hagas tal será el fruto”– y de las enseñanzas de Platón –“La incorrección en la lengua no es sólo una falta contra ella; le hace daño a las almas”. Estamos, a fuerza de haber degradado la sustancia primordial de nuestro mundo, rodeados de muerte, abatidos de pasiones y con las almas dañadas. Por desgracia no parece haber nada a nuestro alrededor que pueda revertirlo.
En un mundo así, la poesía se vuelve un lenguaje casi privado, la poca resistencia moral un galimatías, y la claridad y la seriedad de los significados un conjunto de palabras tragadas por el caos. Es la época del desprecio y de una oscuridad que parece interminable.
Pese a ello hay que preservar el sentido de las palabras, ya sea en la sacralidad del silencio o en la urna de una página. Tal vez un día ese desafiante silencio o esa obstinación del lenguaje pueda, como deseaba Kafka, convertirse en un zapapico que rompa el mar congelado que la degradación de la palabra ha creado adentro y fuera de nosotros, y rehacer así el mundo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Este análisis se publicó el 28 de enero de 2018 en la edición 2152 de la revista Proceso.