Por Fernando Camacho Servín/ La Jornada
“El retorno no se lo deseo a nadie”, dice Eduardo Arenas con una sonrisa amarga. Hace lo posible por hablar del tema con humor, pero al recordar la forma en que fue “aventado” -literalmente- de Estados Unidos, en la voz se le mezclan de pronto el enojo, la tristeza y la nostalgia.
Del otro lado del río Bravo, don Eduardo dejó todo lo que nunca pudo crear en esta orilla: trabajo digno, familia, una casa propia. Por eso, a sus 50 años de edad no se resigna a quedarse en el país donde nació, pero que hoy lo enferma y lo rechaza.
Como él, decenas de miles de mexicanos indocumentados han sufrido la expulsión de un territorio donde ya habían hecho toda su vida. Sin contactos, sin amigos, sin dinero, de repente se ven en una tierra que ya no reconocen y a donde no tenían pensado volver.
“Aquí ya no puedo vivir”
“Yo fui un gran policía. Tenía diplomas y reconocimientos, pero una vez metieron a unos jefes que pusieron a mucha gente que andaba delinquiendo, y como yo no me presto para extorsionar, opté por irme para Estados Unidos en 1999”, rememora don Eduardo en entrevista con La Jornada.
Luego de un breve paso por California, llegó junto con su mujer y su hijo al estado de Tennessee, donde comenzó a trabajar “duro y macizo” como soldador, empleado de fábricas de muebles de cocina y especialista en el manejo de árboles y raíces, labor en donde llegó a ganar el equivalente a 3 mil 200 pesos a la semana.
Luego de 12 años en Estados Unidos, Eduardo se vio forzado a volver a México para ver a su madre enferma, quien perdió la vida unas semanas después. Cuando quiso volver al norte, se le atravesó la migra en Arizona y de pronto se dio cuenta de que su vida anterior tenía todo, menos un papel que comprobara su estancia legal.
Los días que pasó detenido antes de su deportación, en diciembre de 2012, los tiene marcados en la memoria: el piso de cemento -“frío como témpano de hielo”- donde tenía que dormir sin chamarra. Las burlas en inglés. Los regaños. El cambio a una habitación que hervía de calor. La falta de comida. La prohibición de volver a Estados Unidos en por lo menos cinco años.
Luego de que lo “aventaran” al lado mexicano por la garita de Nogales, Eduardo volvió al Distrito Federal, donde había nacido 50 años atrás. Pero en lugar de la ciudad donde alguna vez tuvo una “bonita carrera” de policía, se encontró con un lugar cuyo aire lo enferma, “lleno de vehículos, gente que corre, gente que va”.
Lejos de sus tres hijos y su casa, hoy se afana para conservar su empleo como guardia de seguridad “en un condominio para ricos” donde apenas gana 2 mil pesos a la semana.
“Mi mayor ilusión es regresarme porque allá está mi vida. En México no me hallo. Discriminan a la gente por su edad, la explotan. Yo aquí ya no puedo vivir”, lamenta.
Deportaciones “injustas e inhumanas”
Aunque los ciclos de retorno de los migrantes mexicanos en Estados Unidos siempre habían estado presentes, dicho fenómeno se aceleró debido a la política de deportaciones masivas de Barack Obama, quien desde su llegada a la Casa Blanca ha expulsado a más de un millón y medio de indocumentados, a un ritmo de 400 mil al año (contra los 150 mil de la época de George W. Bush), explicó Marco Antonio Castillo, director de la Asamblea Popular de Familias Migrantes (Apofam).
“Es el nivel de deportaciones más alto, pero también el más injusto e inhumano, porque es gente inocente, madres y padres que dejan a sus niños solos personas que ya iban a la universidad y de repente son ‘aventadas’ a medianoche a Nuevo Laredo, Ciudad Juárez o Tijuana”, deploró el activista.
Debido a una óptica que “pone la seguridad por encima de los derechos humanos”, miles de personas que han vivido años en Estados Unidos están siendo expulsadas fast track a México, donde muchas veces no tienen un solo conocido, amigo o familiar ni se les reconoce su experiencia académica o laboral.
“Es imposible revalidar estudios de universidad o de preparatoria, a los niños no los aceptan en la escuela porque no tienen documentos y muchas personas no logran conseguir trabajo ni siquiera en un Vip’s, aunque hayan sido chefs en el mejor restaurante de Nueva York”, señala.
Al no haber ningún esquema oficial que los ayude a reinsertarse en su país de origen, muchos de los migrantes de retorno son reclutados por el crimen organizado para trabajar en la frontera norte –aprovechando su dominio del inglés– o son estigmatizados por su forma de vestir, hablar y comportarse.
“El nivel de depresión por haber perdido su patrimonio, su familia y su vida hace que muchos jóvenes que son potenciales líderes sociales se vuelvan dependientes del alcohol o las drogas. El Estado lleva años de retraso en diseñar una política al respecto y todos vamos a pagar los costos de esa omisión”, advierte Castillo.
Empezar de cero
Aunque vivió casi 20 años en Los Ángeles, terminó ahí una carrera universitaria e incluso trabajó en el Congreso local, Nancy Landa fue deportada por el gobierno de Estados Unidos, quien en sólo ocho horas analizó su caso y decidió ponerla en un autobús con rumbo a Tijuana, advirtiéndole que no podría volver en al menos una década.
Nacida en el Distrito Federal, Nancy fue llevada por sus padres al estado de California en 1990, a los nueve años de edad. Allí creció, fue a la escuela, terminó una licenciatura en administración de empresas e incluso pudo trabajar en el sector público gracias a un permiso temporal que, para su desgracia, nunca pudo renovar.
Por esa razón, en septiembre de 2009 fue detenida por agentes de migración y sometida a una deportación express, de la que fueron víctimas poco después sus padres y su hermano menor. De vuelta en un país que le era desconocido, Nancy tuvo que empezar literalmente desde cero.
“Tengo sentimientos encontrados, porque hubo muchos contratiempos para integrarnos. Fue más fácil que me aceptaran para hacer una maestría en una universidad de Londres que revalidar mi carrera en México. No puedo volver a Los Angeles y aquí me siento rechazada y defraudada por mi propio país”, afirma.
A su manera, Benjamín Coapio siente esa misma desilusión. Vivió y trabajó en Estados Unidos de 1987 a 2001, lo que le ayudó a mantener a sus seis hijos en Tlaxcala y hacerse de un patrimonio económico, pero cuando salió para visitar a su madre enferma, ya no pudo regresar como él deseaba.
“Estoy arrepentido de haberme venido. Llegué a ser boss general de un equipo de 80 personas en New Haven, Connecticut. De allá extraño todo, empezando por los billetes verdes, porque estaba ganando hasta mil 500 dólares por semana”, dice don Benjamín, quien dejó del otro lado de la frontera una hija y un nieto que no sabe cuándo volverá a ver.
Más de 6 millones de “retornados” en puerta
“Tenemos que reconocer que México está sufriendo una transformación revolucionaria, pero no de un día para el otro, sino gota a gota. El país debe asumir a la migración como parte suya y diseñar una política pública transversal para incorporar a los retornados”, aseveró Marco Castillo, coordinador de la Apofam.
Debido a la reforma migratoria en el país del norte, señaló, en los próximos tres años podrían regresar a México más de 6 millones y medio de migrantes, sin que hasta el momento haya ningún esquema para recibir a dicha población.
“En la actualidad hay 29 millones de niños méxico-estadunidenses viviendo del otro lado de la frontera, todos ellos con doble nacionalidad. Nuestro territorio está destinado a ‘mexico-estadunizarse’. La pregunta es qué tan preparados estamos para ello”, cuestionó el activista.
La ruptura familiar
Uno de los principales efectos de las deportaciones masivas de migrantes indocumentados es la separación familiar, que en el peor de los escenarios puede volverse definitiva cuando los padres se ven imposibilitados de realizar ciertos trámites legales para reclamar la patria potestad de sus hijos, señaló Blanca Navarrete, coordinadora de la Iniciativa Frontera Norte de México.
La activista, coautora del estudio Violaciones a derechos humanos de personas migrantes mexicanas en Estados Unidos, explicó que cuando el gobierno de aquel país detecta a niños cuyos padres no se encuentran en territorio estadunidense, asume que están en “omisión de cuidados” -equivalente al abandono- y los envía a albergues.
Debido a la falta de coordinación entre las autoridades migratorias de Estados Unidos y los Servicios de Protección a la Infancia (CPS, por sus siglas en inglés), muchas veces éstos últimos no están notificados sobre la deportación de los padres y puede dar a sus hijos en adopción.
Si el menor ha estado por un año en crianza temporal, los CPS emiten un “plan de permanencia” que puede consistir la reunificación con los padres, la adopción o la custodia con parientes, explicó la especialista.
En caso de que el padre falle en completar el plan de reunificación o el niño permanezca fuera de su custodia por 15 meses en un periodo de 22 meses, la ley federal solicita que los CPS haga una petición en la Corte para cancelar los derechos paternos.
Fuente: La Jornada