La obra que Picasso pintó en 1937 conmovido por la barbarie cometida en la villa vizcaína mantiene intacta su descarga moral original como icono contra la guerra
Por María Dolores Jiménez-Blanco
Cuando el Gobierno de la Segunda República encargó en 1937 un gran cuadro a Picasso, España se encontraba inmersa en la Guerra Civil que siguió al golpe de Estado llevado a cabo por un grupo de militares al mando del general Franco. Aquella pintura iba a destinarse al pabellón que representaría al país en la Exposition International des Arts et Techniques dans la Vie Moderne en París. Un pabellón que tenía, de hecho, algo de admonición para una Europa que ya conocía los totalitarismos, pero que aún distaba dos años de la Segunda Guerra Mundial. Por su parte Picasso, afincado en París desde comienzos de siglo y reconocido internacionalmente, era aclamado tanto por quienes se sentían deudores del vértigo vanguardista como por quienes apostaban por nuevos clasicismos. Un desasosiego que trenza lo personal y lo colectivo aflora, sin embargo, en sus obras de aquellos años, que él mismo calificó como “los peores de su vida”: la dureza de la década de los treinta amenazaba con arrollar la edad dorada de la modernidad.
El pintor se comprometió con la República en enero de 1937, cuando entregó dos aguafuertes titulados Sueño y mentira de Franco. Pero no comenzó a trabajar en el gran cuadro hasta saber del bombardeo de la villa vasca de Gernika el 26 de abril de 1937 por parte de la Legión Cóndor alemana. Picasso, que no conocía Gernika ni la visitaría jamás, se sintió violentamente conmovido por aquella indiscriminada matanza de inocentes en la que vio concentrada no solo aquella guerra, sino todas las guerras. Emprendió entonces, en su taller de la Rue des Grands Agustins, un proceso de trabajo que fue fotografiado por Dora Maar y que llevó al cuadro de la categoría de proclama circunstancial a la de rotundo símbolo universal. La intensidad de aquellas semanas puede intuirse a través de un conjunto de obras que Picasso realizó al mismo tiempo, unas 60 piezas entre dibujos y óleos, todos de gran carga expresiva. Este dato, unido al corto periodo de realización —Picasso entregó el lienzo a las autoridades republicanas en la primera quincena de junio de 1937— permite imaginar un ritmo de creación febril, casi de trance, que registró no tanto una tragedia histórica, sino más bien la reacción del artista ante ella.
Cuando el cuadro fue presentado públicamente, su recepción crítica se centró ya en buena medida en la tensión entre su forma y su contenido: esa fue siempre la clave. Los críticos de orientación marxista —desde el joven Anthony Blunt hasta el poeta Louis Aragon— le reprocharon, a veces sin nombrarlo, que por no renunciar a la innovación formal no conseguía la eficacia semántica del realismo socialista. Por el contrario, artistas como Amédée Ozenfant defendieron el lienzo diciendo: “Nuestra época es grandiosa, dramática y peligrosa (…) y Picasso, al ser igual a sus circunstancias, hace un cuadro digno de ellas”. Este argumento, el de la necesaria conexión entre el artista y su época, se revelaría crucial en el contexto del expresionismo abstracto neoyorquino, donde el Guernica alcanzaría un valor que, siguiendo el término empleado por Dore Ashton, podríamos llamar fertilizador.
Pero no adelantemos acontecimientos. Antes de recalar de forma más o menos estable en Nueva York, y una vez concluida la Exposición Universal de París, el Guernica emprendió un recorrido internacional destinado a sensibilizar a la opinión pública europea sobre la situación española. Viajó entre enero de 1938 y enero de 1939 primero a Oslo, Copenhague, Estocolmo, Gotemburgo, y luego a Londres, Leeds, Liverpool y Manchester. Convertido ya en una celebridad, el 1 de mayo de 1939 llegó a Nueva York: hacía un mes que la guerra española había terminado con la derrota de la República, y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial parecía cada vez más inminente. Durante el mes de mayo, el Guernica se expuso en la Valentine Gallery como reclamo en la lucha antifascista y como instrumento de ayuda a los refugiados republicanos. En noviembre del mismo año volvió a presentarse al público neoyorquino, ahora en la gran retrospectiva dedicada a Picasso en el flamante edificio del Museo de Arte Moderno, en la calle 51: Picasso. Forty Years of His Art, comisariada por su mítico director Alfred H. Barr Jr. Dicho así parecería que entre mayo y noviembre de 1939 el Guernica mutó de instrumento político a obra maestra del arte del siglo XX. Por su trascendencia posterior, merece la pena detenerse un poco en lo ocurrido con el lienzo en estos meses.
El viaje del Guernica de Europa a Estados Unidos, a bordo del Normandie y acompañado de Negrín, había sido organizado por el American Artists’ Congress en colaboración con el Comité de Ayuda a los Refugiados, a quien se destinarían los fondos recogidos en la Valentine Gallery. El pintor Stuart Davis, miembro del comité organizador, y otros artistas como Dorothea Tanning, Willem de Kooning y su futura esposa, Elaine Fried, así como Arshile Gorky y Jackson Pollock, dejaron constancia de la impresión que les causó aquella muestra, bien a través de sus palabras, o bien en dibujos y obras posteriores. Como recuerda Dore Ashton, “el Guernica atrajo, tanto por parte de la prensa como por parte del público en general, el mayor número de comentarios que ninguna obra de arte moderno haya conseguido en América. Y lo que es más importante, conmovió profundamente a los artistas”.
Fotografía de Dora Maar en una fase temprana del ‘Guernica’. MUSEO REINA SOFÍA
Si la gira europea ya había dado una reputación heroica al cuadro, su presentación en Nueva York con el conjunto de las obras relacionadas con él apoyó las posiciones de los artistas de la Escuela de Nueva York, que deseaban romper el malentendido que identificaba al arte políticamente comprometido con los lenguajes realistas. En un ambiente sensible a las teorías del existencialismo y al énfasis en la subjetividad propio del surrealismo, el Guernica mostró a los futuros expresionistas abstractos que la máxima expresión de solidaridad hacia la propia época era la que surgía del interior del artista.
Entre la exposición en la Valentine Gallery en mayo de 1939 y la del Museo de Arte Moderno en noviembre del mismo año, el Guernica hizo una breve gira americana (Los Ángeles, San Francisco y Chicago) que amplió su debate crítico acerca de la relación arte-política al contexto de la recién declarada guerra mundial. Y cuando el Guernica volvió a mostrarse en Nueva York en noviembre, ahora en el Museo de Arte Moderno, sumó a su controvertido prestigio político el estatus de pieza central de la trayectoria de Picasso, el artista proteico que resumía toda la complejidad de lo moderno. Pronto quedaría claro que aquellas aproximaciones no eran, ni mucho menos, excluyentes. Tampoco para el propio Barr: al mismo tiempo que encumbraba al Guernica como obra maestra universal, Barr la ensalzaba como muestra de la libertad artística de las democracias occidentales frente a la uniformidad impuesta por los totalitarismos.
La exposición organizada por Barr en el Museo de Arte Moderno en 1939 contribuyó decisivamente a encumbrar a Picasso como mito cultural del siglo XX. Pero antes Barr ya había situado a Picasso en el centro de sus dos grandes muestras de 1936: Cubism and Abstract Art y Fantastic Art, Dada and Surrealism. Con ambas trazó una doble genealogía de lo moderno tendente a institucionalizar las vanguardias del siglo XX. Sin embargo, lo que Barr canonizó con éxito en 1936 fue condenado en 1937 con la ominosa muestra organizada por el régimen nazi bajo el título de Arte degenerado, que viajó por diversas ciudades alemanas denigrando a las vanguardias por su cercanía con bolcheviques y judíos. Resulta tentador interpretar, desde el contexto de la Europa de 1937, al Guernica como una confirmación parisiense de la reciente propuesta historiográfica de Barr, de una parte, y como una contundente respuesta al violento ataque nazi a la modernidad, de otra.
Imagen del ‘Guernica’ tomada por Dora Maar en una fase avanzada. MUSEO REINA SOFÍA
Después de 1939 el Guernica residió por mucho tiempo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Consciente de su vigencia, en 1947 Alfred H. Barr Jr. organizó un simposio acerca del cuadro que certificó que hablar del Guernica en el Nueva York del expresionismo abstracto equivalía a apelar a lo que el cuadro tenía de “titánico gesto personal”, de “ensayo de indignación moral”, como dice Dore Ashton. Obviamente interesó entonces a artistas como Pollock, y esa atracción se prolongó mucho más en el tiempo en otros como Motherwell, un pintor que durante décadas reflejó el impacto del “gesto moral” de Picasso en sus Elegías a la República Española. Pero la onda expansiva del Guernica podía ampliarse más allá de lo inmediato: Stuart Davis — un artista que no pertenecía a la vanguardia del expresionismo abstracto, sino a la retaguardia de la modernidad inicial— recordó que con el Guernica Picasso sugería que “pintar es, en sí mismo, un acto social”: esa era, por encima de las cuestiones formales, su principal aportación. Esa era, en definitiva, la lección del Guernica.
Aunque en los años cincuenta el cuadro todavía viajó por Europa y América, su fragilidad desaconsejó que, después de participar en la muestra que celebró los 75 años de Picasso en 1956, volviera a abandonar Nueva York. A partir de entonces su presencia en las salas del museo supuso un constante recuerdo de la noción del artista como puente necesario entre lo individual y lo colectivo. Mientras seguía creciendo la consideración del Guernica en el relato del arte del siglo XX, el posicionamiento antifascista de Picasso y su denuncia de la guerra contemporánea ha inspirado y acompañado a quienes se han opuesto a conflictos bélicos posteriores como Corea o Vietnam. Ya en el siglo XXI, frente a conflictos como los de Irak, Siria o Afganistán, muchas miradas se han seguido volviendo al Guernica tanto en reproducciones paseadas en manifestaciones callejeras como en piezas realizadas por artistas contemporáneos. Las aproximaciones al Guernica han sido y son muy variadas. Así, Siah Armajani, en la pieza titulada Fallujah, de 2004-2005, reutilizó algunos elementos formales del mural picassiano para referirse a la destrucción de la ciudad iraquí. Por su parte, Daniel García Andújar ha indagado recientemente tanto sobre la condición comunista de Picasso como sobre la condición icónica del Guernica.
Por último, es imprescindible aludir resumidamente a los matices que la biografía del Guernica ha tenido en España. Hasta finales de los setenta, su poder activista en contra del régimen de Franco convirtió su imagen reproducida casi en un amuleto frente a la dictadura, constatando la división política del país. Esa visión se invirtió en 1981: después de una ardua negociación con el Museo de Arte Moderno y los herederos del artista por parte de las autoridades democráticas españolas, la llegada del cuadro a nuestro país se presentó oficialmente como el símbolo de la reconciliación nacional que preconizaba la Transición. Hoy, después de varias décadas de presencia en Madrid y una vez normalizada (es un decir) la vida política del país, el Guernica nos sigue interpelando desde la sala del museo. Desde su posición de obra más representativa del arte del siglo XX (porque ninguna otra tiene, por sí sola, tanto significado emocional, político o artístico), mantiene intacta su descarga moral original, y apela y responde a cada generación en sus propios términos.
Fuente: El País