Por Ricardo Raphael
Un concurso mediocre de oratoria preparatoriana fue el debate entre los candidatos a presidir al Partido Revolucionario Institucional. Pobre en todo: visión, diagnóstico, propuesta, ideas, carisma y personalidad. Muchas veces se ha vaticinado el fin del PRI, pero en esta ocasión el nivel político es tan bajo que al futuro de esa fuerza política no se le mira siquiera el rabo.
Cuatro fueron los participantes en ese debate: tres presenciales y una gravísima ausencia. Alejandro Moreno, Ivonne Ortega y Leticia Piñón subieron al estrado tomados de la mano, alrededor de un mismo mensaje: el PRI tiene que volver a su base.
Una ingeniosa sentencia de Ortega sintetizó el discurso de los tres: fin al PRI del escritorio y vuelta al PRI del territorio.
Por ello es una paradoja que esta elección se haya definido desde el escritorio de un puñado de gobernadores y el resto sea ficción.
La cuarta voz en el debate fue la de José Narro quien, si bien renunció tanto a sus aspiraciones como a su militancia priista de más de 46 años, previo a su partida nombró a las circunstancias por su nombre: “se trata de una farsa que antes de iniciar ya tiene resultado. La trampa está en el padrón, en el crecimiento desmedido de nuevos afiliados en Coahuila, Ciudad de México, Campeche y Oaxaca. Ellos serán llevados a votar por quienes llenarán de vergüenza al partido”.
Tanto repitieron Ortega, Moreno y Piñón que el problema del PRI era su cúpula –la tercera incluso propuso fumigar a los facinerosos–, y sin embargo al final serán los integrantes de esa cúpula, obsesionada por asegurarse impunidad, quienes abrazarán los despojos.
El PRI pesa hoy menos que nunca. No logra juntar más de un quinto del apoyo popular y probablemente en los próximos comicios federales este valor se dividirá por mitad.
Ni el surgimiento de Morena, ni el triunfo de Andrés Manuel López Obrador son variables que, por sí mismas, explican la debacle.
El problema de la oposición mexicana no está en el techo de sus aspiraciones sino en el suelo fangoso en el que ellas se formulan.
El PRI está muriendo, primero, por la pequeñez de su oferta política; quienes lo dirigen y, sobre todo, quienes lo dirigirán a partir del próximo 11 de agosto, tendrán como única encomienda esculpir el epitafio.
No serán obviamente Ivonne Ortega ni Lorena Piñón las triunfadoras del próximo mes. No hay dados cargados en esta ocasión, sino dedos con intereses cortos y con ideas todavía más cortas –señalando en la misma dirección.
Probablemente en la historia del PRI no haya habido, y tampoco habrá, un líder nacional más mediocre que Alejandro Moreno. En el pasado debate era difícil descollar, pero este gobernador con licencia lo logró por la ostentación magnífica de sus limitaciones.
¿Cómo explicarse que las fuerzas políticas locales del PRI, que tanto van a perder con un liderazgo nacional así de impresentable, hayan decidido apoyar tal charada? ¿Cómo explicar que diputados y senadores federales cuya experiencia y trayectoria los obligaba a remontar la derrota del año pasado, hayan preferido apoyar a un político con el ala tan corta?
Esta comedia de enredos –la elección de la presidencia del PRI– se pierde por insustancial en la vorágine noticiosa orquestada por el gobierno en turno.
En fecha reciente el periodista Roberto Rock publicó el libro La historia detrás del desastre. Ahí se relata con detalle la corrupción incurrida por los gobernadores priistas que, sin limite ni contención, utilizaron los recursos del tesoro público para ganar elecciones y, de paso, asegurarse buenos negocios.
La misma semana en que sucedió este debate malhadado, el exgobernador Javier Duarte relató a Ciro Gómez Leyva los acuerdos sostenidos con la administración de Enrique Peña Nieto para entregarse, a cambio de que su familia y su fortuna personal permanecieran intocadas. El año próximo Duarte estará libre, quizá, para acompañar a Alejandro Moreno en su camino hacia el panteón político.
Durante los mismos días en que los priistas discutían sobre su tremendo fracaso, en el Congreso de la Unión operaron los intereses más mezquinos para echar abajo las medidas de austeridad propuestas por el actual gobierno.
Impresiona la insensibilidad del priismo para enfrentar estos señalamientos, pero sorprende aún más la docilidad una institución que fue tan importante para la construcción del México contemporáneo. Hoy la memoria de mujeres y hombres admirados y admirables se hunde irremediablemente en el lodo que escupen las generaciones actuales.
José Narro fue la última posibilidad que tuvo el tricolor para salvarse del naufragio, pero el PRI ya no soportaba un adulto a cargo de esa casa; acaso por eso prefirió al señor Alito. Él se encargará de conducir con mansedumbre al tricolor hacia su tumba.
Fuente: Proceso