Por Sabina Berman
La imagen se volvió viral en unos cuantos minutos. Los tres mandatarios de América del Norte miraban desde un templete un paisaje de edificios antiguos mientras los fotógrafos accionaban los obturadores de sus cámaras, cuando Obama le indicó con una palmada en el codo a Peña Nieto que bajara las escaleras a la calle, y cuando Peña Nieto empezó a bajar, el mismo Obama tomó por el codo a Trudeau para que volvieran al centro del templete a mirar el paisaje, ellos dos solos, con Peña Nieto fuera del cuadro de las fotografías.
¿Premeditó Obama dejar solo a Peña Nieto o se trató de un accidente? Lo que hizo Obama al día siguiente, en la rueda de prensa de él y Peña Nieto, abona a pensar que lo premeditó, porque esta vez lo volvió a dejar solo, ahora en el terreno ideológico. Peña Nieto habló primero, y habló del populismo como de un mal que mina las democracias, al dar soluciones fáciles a problemas que merecen soluciones complejas. La abstracción con que lo dijo invitaba a incluir entre los villanos populistas igual a Maduro, el caudillo de Venezuela, que a López Obrador, el que será sin duda el mayor contrincante del PRI en las elecciones presidenciales de 2018 en México, que a Donald Trump, el candidato republicano a la presidencia estadunidense y archienemigo de Obama.
Pero lo antes dicho: Obama lo dejó otra vez solo. Replicó que hay que acudir a un diccionario y entender que un populista es aquel que se preocupa por el pueblo y que él mismo quisiera ser considerado un populista. El mensaje tenía doble filo. Hacia su país, Obama transmitió su simpatía por Bernie Sanders, el más populista entre los candidatos a sucederlo en la presidencia, y demócrata como el presidente. De mayor trascendencia, y esto no podría habérsele escapado a un retórico experto como Obama, transmitió al mundo entero que el presidente de Estados Unidos se considera lejanísimo de Peña Nieto. Yo y él somos realidades aparte, dijo Obama al decir yo soy populista, yo y Peña no podemos coincidir en nada.
Unas semanas antes el presidente Peña Nieto se había quedado aún más solo y ahora en Los Pinos, la mansión presidencial. Según la crónica que Jenaro Villamil ensambló con distintos reportes para Proceso, la mañana de las elecciones en 12 estados del país el presidente estaba seguro de que su partido ganaría en 10 de ellos; así se lo auguraban los reportes de sus operadores cercanos. Mientras el día avanzó y fueron llegando los conteos de las urnas, el presidente fue descubriendo que en una mayoría de los estados los priistas locales lo habían soltado de la mano y habían apostado por otros candidatos que los elegidos por el presidente a dedazo, y peor: que sus propios operadores y su propio gabinete le habían mentido sobre las dificultades para los triunfos.
La soledad del presidente empeoró por las horas de la noche. Habiendo llamado a Los Pinos al primer círculo de sus secretarios, todos ellos convinieron en seguirlo aislando de la realidad refiriéndole falsedades y nunca informándole de la simple y dura verdad: en las elecciones estatales el tema clave había sido la corrupción y el apoyo del presidente a los candidatos priistas locales había sido para ellos el beso del Diablo, dado que la fama del presidente de corrupto es ya la marca que lo distingue. Los secretarios en cambio le hablaron de recursos insuficientes o que llegaron retrasados, de traiciones internas, de operadores torpes, de obispos indignados por la iniciativa enviada por el presidente al Congreso para la inclusión de los matrimonios igualitarios en la Constitución, evidenciando que este presidente no tiene cerca quien le informe la verdad.
Ninguna imagen sin embargo más elocuente que la que la prensa recogió el pasado diciembre en Puebla, cuando el presidente inauguró, un viernes, un nuevo y suntuoso estadio de futbol, y lo tuvo que hacer a solas. O casi. Con sólo el gobernador de Puebla a su lado, dos funcionarios tres pasos atrás, la prensa atestiguando a lo lejos con sus cámaras de teleobjetivos, y un ciento de guardias de seguridad dispersos por el enorme graderío desierto. Y es que de haber inaugurado el estadio con público futbolero, el presidente habría tenido que enfrentar una rechifla de 20 mil personas durante cinco minutos.
No es misterioso cómo el presidente llegó a este punto. Baste resumirlo en una frase. La casa blanca. Nunca una casa en Las Lomas de Chapultepec ha salido más cara a nadie: el escándalo que suscitó, la acusación de conflicto de intereses que la opinión pública levantó casi unánimemente, y sobre todo la serie de simulaciones con que el presidente intentó remediar la crisis, y sólo la aumentaron, vaciaron la credibilidad del mandatario: hoy el presidente puede decir una cosa u otra, da igual, sus palabras suenan huecas de verdad o de buena intención.
¿Puede el presidente salir de su aislamiento? ¿Puede cruzar el círculo de sus desinformadores y sus aduladores y entrar en contacto de nuevo con los ciudadanos? Se necesitaría de un acto magno y sorpresivo que lo recolocara en la encrucijada donde tomó el camino de la simulación, para que tomara el camino opuesto. Por ejemplo, nombrar en la Secretaría de la Función Pública a un secretario de honestidad e independencia probada, y dejarlo emprender una verdadera batalla contra la corrupción.
Probablemente ya es demasiado tarde para eso. Probablemente imaginarlo es un acto de optimismo dislocado. Y probablemente la estampa se volverá icónica en los años que restan al sexenio. El presidente solo. El presidente saludando desde muy lejos a las cámaras. Acaso desde China o Australia. El presidente no concediendo entrevistas. El presidente forzando una sonrisa para la televisión mientras la multitud protesta contra él al fondo, a treinta pasos, acordonada por guardias. El presidente en palacio caminando de salón en salón sabiéndose solo aunque esté rodeado de ministros que le aplauden.
Fuente: Proceso