Por Jorge Zepeda Paterson
Un político honesto e inteligente es casi un contrasentido. O dejará de ser honesto o dejará de ser político. O simplemente es un imbécil. Esa es la conclusión a la que uno llega después de leer los agudos argumentos de Dean Burnett, un columnista del diario inglés The Guardian. Argumentos meritorios, habría que decir, porque ni siquiera necesitó abordar las pruebas definitivas que le habría dado el análisis de la política mexicana.
Aquí sus argumentos. Los políticos que tienen una absoluta seguridad en lo que dicen y son contundentes resultan mucho más verosímiles para los votantes. Por desgracia esa contundencia no siempre está relacionada con la inteligencia o el conocimiento; en realidad suele ocurrir lo contrario. Está probado que un testigo que expresa un testimonio categórico y sin fisuras es infinitamente más convincente para un jurado, sin importar que sea un ignorante, que un testigo ponderado, honesto e inteligente que contesta con cuidado, sabiendo que no hay certezas absolutas. Una serie de estudios, cita Burnett, muestran que las personas menos inteligentes tienden a ser más categóricas en lo que dicen, pues resultan incapaces de imaginar o aceptar datos que contradigan su visión.
En la política sucede algo similar. El enorme atractivo de Vicente Fox como candidato no residía en su conocimiento de los asuntos públicos, sino en su capacidad para reducirlo a media docena de frases simplistas, pero eso sí, dichas con absoluta convicción. Resolver lo de “Chiapas en quince minutos” o sacar de Los Pinos a las culebras, tepocatas y alimañas. La profunda convicción que Fox tenía de sí mismo para presentarse como salvador del conflicto de Chiapas o para erradicar la corrupción, residían en su ignorancia. Y le funcionó, al menos para llegar a la presidencia.
Según la llamada Ley de Trivialidades de Parkinson, o mejor conocida como Teoría del Techo para Bicicletas, las personas no quieren oír hablar de los temas que ignoran o que resultan demasiado complejos. El nombre deriva del comité de una planta nuclear que dedicaba sus sesiones a discutir de qué material construirían el techo para el estacionamiento de bicicletas, en lugar de abordar la estrategia para definir el diseño de los reactores nucleares. Era demasiado complejo.
Un político que se ponga a desmenuzar las verdaderas causas del desempleo o de la devaluación del peso tiene muy pocas posibilidades de mantenerse en la política. Será arrasado por aquél que ofrezca una visión burda y simplificadora, pero eso sí, comunicada con absoluta convicción. Algo que no podría hacer un político que a la vez sea honesto e inteligente. Nadie puede afirmar que resolverá el problema de Chiapas en quince minutos a menos que sea muy ignorante o muy deshonesto. O está mintiendo y simplemente lo hace para conseguir votos, o es honesto pero un idiota.
La enorme popularidad de Ronald Reagan y los ocho años de George Bush en la Casa Blanca tendrían que ver con esta ignorancia transfigurada en virtud política. Y llevado más lejos el argumento ayudaría a explicar por qué un pueblo con la sofisticación cultural y científica de Alemania pudo elegir a un líder con la vehemencia para convencerle de que los problemas de la nación obedecían a los judíos y a las potencias extranjeras. Toda proporción guardada, el mismo principio que permitió a Sarah Palin convertirse en gobernadora de Alaska y candidata a la vicepresidencia, pese a su profunda ignorancia (o gracias a ella) que le llevaba a repetir una y otra vez, con profunda convicción, su creencia de que la solución de todos los problemas residía en reducir los impuestos, creer en la supremacía de Estados Unidos y confiar en los valores familiares. Está demostrado que la gente está mucho más dispuesta a enfocarse y dedicarle atención a algo trivial pero que le resulta conocido, que a algo complejo por más importante que parezca.
Desde luego que no todos los políticos son ignorantes o tontos. Hay muchos perfectamente enterados de la complejidad de los problemas y que poseen un IQ sobresaliente. Por lo mismo, muy pronto se dan cuenta de que sus posibilidades para ganar una elección reside en la simplificación de los temas, por no decir, en su distorsión o de plano en la mentira.
En resumen, los inteligentes terminan siendo poco honestos; y los que son “honestos” con las barbaridades que transmiten resultan ser poco inteligentes. No, México no va a crecer a tasas de 6 ó 7 por ciento a lo largo del sexenio, pero era una meta que se daba por descontado en el discurso oficial. ¿Deshonestidad o ignorancia?
@jorgezepedap
Fuente: Sin Embargo