El poder presidencial visto por Julio Scherer

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‘Los Presidentes’ se ve enriquecida con una nueva edición, aumentada, revisada y autorizada por el propio autor. Diez retratos del poder encarnado, incluyendo el de Enrique Peña Nieto, se suceden en esta galería para la cual Scherer García echó mano de su profundo conocimiento de los hechos políticos, de sus conversaciones con la mayor parte de los mandatarios diseccionados y, desde luego, de su punzante agudeza periodística. Proceso celebra la publicación de esta segunda edición de Los presidentes, con este seria de fragmentos breves, chispazos, que una mano maestra traza para asomarse a los insondables misterios del poder

Por Julio Scherer García

Casi tres décadas han transcurrido de la publicación de “Los presidentes”, de Julio Scherer García. Y ahora, a casi un año del fallecimiento del fundador de Proceso, esta obra ya clásica en las reflexiones acerca del presidencialismo en México se ve enriquecida con una nueva edición, aumentada, revisada y autorizada por el propio autor con base en un proyecto impulsado por Julio Scherer Ibarra. Diez retratos del poder encarnado, incluyendo el de Enrique Peña Nieto, se suceden en esta galería para la cual Scherer García echó mano de su profundo conocimiento de los hechos políticos, de sus conversaciones con la mayor parte de los mandatarios diseccionados y, desde luego, de su punzante agudeza periodística. Reportero hasta el final de su vida, Scherer registró las filias, fobias y desvaríos de estos hombres que —más para mal que para bien— han marcado los destinos de México y de los mexicanos en los últimos decenios. Insumiso por vocación, Julio Scherer García siempre supo que, así como el poder embelesa y controla, el periodismo apasiona y registra; de ahí su incansable afán por preguntar, por confrontar los hechos, dimensionarlos… Proceso celebra la publicación de esta segunda edición de “Los presidentes”, puesta ya en circulación por Grijalbo y de la cual ofrecemos aquí fragmentos breves, chispazos, que una mano maestra traza para asomarse a los insondables misterios del poder…

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Los aficionados al box sabemos que no hay golpe como el gancho al hígado.

La violencia de su impacto trastorna el cerebro y descompone el cuerpo de la víctima. Sus piernas se aflojan y la guardia se viene abajo. Queda listo el espectáculo para la cuenta fatídica, los 10 segundos.

En el ejercicio del periodismo, como es, rudo por naturaleza, me estremecí al sentir el puño izquierdo hasta el fondo de la región hepática de un adversario irreconciliable. A la distancia de medio metro lo contemplé inerme y casi al instante se desplomó con un derechazo final en la quijada.

Luis Echeverría, boxeador sucio, perdió los grandes combates de su vida. El más significativo, Tlatelolco, lo marcó sin remedio. Firmado, dejó el testimonio de su participación en la tragedia: los muertos del 2 de octubre también habían sido sus muertos. No se le ocurrió en aquel tiempo remoto que cargaría con la suerte adversa del criminal que olvida la pistola en el escenario que más tarde lo incriminaría.

En el informe al Congreso de la Unión, el 1 de septiembre de 1969, el presidente Gustavo Díaz Ordaz había asumido la responsabilidad única por los sucesos de la plaza mártir. Ante el enorme espejo de su soberbia se miró de cuerpo entero. Su amor por México y el pulso firme, el de un soldado de la república, habían abortado una conjura de rojo intenso contra la nación.

Al acecho del poder, Echeverría respiró a sus anchas. Las lenguas envenenadas que lo relacionaban con la matanza habían sido cercenadas por la palabra inapelable. El destino lo colmaba. Díaz Ordaz continuaría en su camino de lodo —”responsable único”— y él, Echeverría, avanzaría tranquilo al encuentro con la historia, presidente de México.

Maquinador, urdió además su propia coartada: la tarde del 2 de octubre, a la vista de todos, en Gobernación, se reuniría con David Alfaro Siqueiros. Así, cubierta la espalda por Díaz Ordaz y acompañado por el pintor comunista, nunca nadie podría escupirle a la cara: tú fuiste, “tú también”.

Los periodistas tenemos el azar de nuestro lado: tarde o temprano todo se sabe.

Un rumor me llegó un día como un augurio alentador: el documento existía y habría que dar con él. No me sorprendió, poco después, que una mano generosa me confiara el pliego inestimable.

En el cenagoso lenguaje priísta, el 10 de noviembre de 1969, Echeverría expresó su adhesión a Díaz Ordaz. No hubo rubor para la loa. La mirada sin tiempo podría observarlos de nuevo en un abrazo estrecho, almas gemelas. El párrafo que cierra su carta lo muestra como es, entrecerrados los ojos, listo el cuchillo filoso de la traición.

Dice: “Hoy expreso a usted, como ciudadano mexicano, mi solidaridad sin reserva hacia todos los actos de su gobierno y mi sincera admiración por la obra moral, cultural y material que ha desarrollado en esos años, para bien del país”.

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Echeverría hizo suya la convocatoria presidencial al crimen en 1968, citó a la muerte el Jueves de Corpus de 1971, participó en la guerra sucia, dejó sueltos a torturadores y asesinos, vulneró la libertad de expresión, acumuló bienes y ejerció la traición con la puntualidad de un oficio. En su biografía sólo faltó el ingreso a una celda de Almoloya.

Después de su artera intromisión en Excélsior en 1976 nació Proceso y más de una vez me pregunté si el periodismo del que dimos cuenta, implacable hasta donde nuestras fuerzas alcanzaban, tuvo su origen en una pasión vindicativa o en un encendido revanchismo. No eran tolerables sujetos como Echeverría, construido con materiales de baja calidad, ni resultaba admisible nuestra defunción por decreto. Nos habían arrojado de un gran diario, pero no eran dueños de nuestro futuro.

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Primos distantes, José López Portillo se expresaba de mí en términos desdeñosos. Durante nuestra infancia, junto con José A. de Lima, amigo común y para mí entrañable, lo veía en toda suerte de proezas atléticas. Pepe decía que yo lo miraba con envidia. Es posible que en mí existiera sentimiento tan devastador. Pienso, sin embargo, que me ganaba la admiración.

Fiel a su trayectoria, periodismo sin concesiones, Proceso investigaba el comportamiento del presidente López Portillo. Los datos de la corrupción de su gobierno y su desorden personal llegaban a ser abrumadores.

La revista lo desquiciaba. Un día fui a Los Pinos a verlo para protestar por la supresión parcial de la publicidad del gobierno. Fue amable, diría que hasta cariñoso. Algunas veces me decía Juliao.

Resentimos el golpe; Proceso, aún sin ahorros. Tomamos las medidas pertinentes, las únicas posibles: la suspensión en la nómina de algunos reporteros y personal administrativo. La medida fue dolorosa, en la atmósfera pesada de los acontecimientos irremediables, como los funerales.

Al poco tiempo, nuestra sorpresa llegó a la conmoción interna: sin la publicidad oficial, la circulación de Proceso aumentaba.

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Miguel de la Madrid actuó contra Everardo Espino de la O, como si en el funcionario de nivel medio hiciera viva la renovación moral de la sociedad, su credo. Sin palabras que no hacían falta, señalaba al presidente José López Portillo como un exponente de la corrupción que haría imposible el avance de la nación.

Políticos y periodistas se buscan unos a otros, se rechazan, vuelven a encontrarse para tornar a discrepar. Son especies que se repelen y se necesitan para vivir. Los políticos trabajan para lo factible entre pugnas subterráneas; los periodistas trabajan para lo deseable hundidos en la realidad. Entre ellos el matrimonio es imposible, pero inevitable el amasiato.

Al presidente Adolfo López Mateos le escuché una noche un relato que amplió mi horizonte en la comprensión del periodismo. Amigo de artistas y escritores, corredor de autos europeos, embebido en la belleza de las mujeres, inteligente y festivo, era de tal manera auténtico que su frivolidad pasaba inadvertida. Le gustaban las fiestas del poder, no el poder. A su amigo íntimo, Gustavo Díaz Ordaz, le confiaba asuntos del más alto interés nacional. A su tiempo, la historia hablaría del presidente Díaz Ordaz, quien prefirió la paz de los sepulcros al riesgo de la olimpiada de 1968.

Al presidente Salinas alguna vez le toqué el punto de los homenajes del poder a los medios de comunicación, de la pequeñez de políticos y periodistas en contubernio, e incluso le había hablado superficialmente de los funerales de Díaz Redondo. Acerca de éstos me dijo, cortante:

—Son cortesías, Julio.

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Hombre a la caza de cualquier oportunidad de atraer la atención en México y fuera de México, político que se creyó historia larga, Salinas me halagaba con su nuevo trato mientras me cubría como un canto la música del poder. En la relación entre ambos me importaba la oportunidad de observar sin distancia su personalidad sobresaliente, pero a la vez me interesaba hacerle sentir que entre la vida de Proceso y su vida en el gobierno no había más coincidencia que la del tiempo.

—¿Cómo le ha ido con los presidentes? —inquirió, sosegada la conversación personal.

Respondí con reflejo de boxeador:

—Como en feria, señor presidente.

—Usted y yo empezamos mal; podríamos acabar bien.

No oculté mi doble satisfacción: el vuelo de la amistad y, secundariamente, caminos insospechados para mi trabajo. Se trataba de un hombre con información y relaciones excepcionales. Así se lo dije, sin ocultar el pragmatismo que me recorre de los pies a la cabeza.

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El gobierno del presidente Ernesto Zedillo pretendió que se fuera olvidando el 2 de octubre. Cumplidos 30 años de la tragedia, la república debía recuperar el sosiego, igual que las víctimas de una pesadilla. Si quedan cuentas por saldar, las saldaría la historia, no la ley.

Los deudos cargarían su ataúd como pudieran. La pasión que reclamaba castigo para los culpables terminaría en un grito airado. Desde la matanza habría transcurrido un tiempo irrecuperable para el movimiento estudiantil. Tarde había llegado su querella “contra las más altas autoridades del país en esa época”.

La respuesta del poder había sido contundente: nada quedaba por hacer en el ámbito del derecho, como demandaban los hombres viejos, otrora estudiantes. La ley no camina por atajos ni se ejerce a campo traviesa. Avanza por los caminos seguros que el régimen señala.

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A finales de 2001 tuve un breve encuentro con el presidente Fox. A través de su secretario particular, Alfonso Durazo, le había pedido el acceso a los reclusorios de máxima seguridad. Pienso que en los extremos de la sociedad es posible mirar al país sin anteojos prestados ni guías aleccionados. Los presos y los torturados dicen tanto del país como los dueños de fortunas fraguadas en la oscuridad.

El secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero, rector ad honorem de una universidad privada, motociclista de chamarra negra hasta el cuello, la voz militar y el ademán fulminante, pretendió reducir al mínimo el proyecto periodístico. Acataría la orden, pero mandaría preguntar a los reclusos si aceptaban o no una conversación grabada con el periodista. “Usted no hará mi trabajo, lo haré yo”, le dije en una de tantas disputas…

En el encuentro de 20 minutos con el presidente le agradecí la oportunidad que hacía posible para el desarrollo de mi trabajo. Fue afable y creí legítimo hablarle de Julio Scherer Ibarra, sometido a una persecución insana por parte de la Procuraduría Fiscal de la Secretaría de Hacienda. El acoso se había iniciado el 6 de abril de 2001 y persistía.

Fue breve el comentario del presidente: no había llegado a él noticia alguna de que Julio hubiera cometido algún ilícito. En espera de algo más, guardé silencio. Deseaba, después de largo tiempo transcurrido, escuchar que se investigaría (lo ya investigado, me dije) y se pondría punto final al asunto. O algo parecido.

—No se preocupe, Julio —añadió el presidente.

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Estaba empeñado en conocer al Felipe Calderón de los años que antecedieron a la posición eminente que ocupa ahora. Recurrí a Alfonso Durazo, testigo en primera línea del asesinato de Luis Donaldo Colosio, como su secretario que fue, y autor de la carta pública que describió a Marta Sahagún como un ser deleznable (5 de julio de 2004), lastimoso el desenfreno de su ambición personal.

Secretario particular y vocero del presidente Fox de 2000 a 2004, le pregunté a Durazo:

—¿Cómo era el Calderón que conoció usted, don Alfonso?

Se detuvo un rato. Luego dijo:

—Es coincidente la desmemoria de quienes lo tratamos desde Los Pinos.

Apenas hay espacio para los silencios en el encuentro con Durazo. Suelto, dice:

—La biografía política de Felipe Calderón lo ubica como un hombre desconfiado y arrogante que subordina su inteligencia a lo visceral y a lo inmediato. Contrario a la opinión pública de que es un hombre de “mecha corta”, siempre he tenido la impresión de que no tiene mecha.

Es un sujeto de temperamento primario; se conduce por impulsos, no por razonamientos.

—¿Incapacitado para el poder, don Alfonso?

—Ésa es, ahora, la más evidente de sus numerosas limitaciones. Así, el futuro del país quedaría atado a la capacidad de sus colaboradores. Pero los complejos de Calderón le impidieron rodearse del talento de otros.

Su equipo cercano, íntimo, formado en la intriga, el cotilleo y el sensacionalismo político, ha vivido siempre inmerso en la política pequeña, en la política de pasillos y oídos… la ausencia absoluta de grandeza.

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