El placer de destruir

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Por Témoris Grecko

Destruir. A veces es necesario para construir. En ocasiones, es o parece inevitable. Pero hay quienes lo hacen por gusto. Hay una parte de la humanidad que tiene esos instintos que no, no son necesariamente producto de la evolución o de nuestra antigua vida en la precariedad de las condiciones primitivas: se mataba para comer y ya.

Con ese sector de nuestra especie me siento totalmente incomunicado. Pero existe otro intermedio que puede tener sentimientos destructivos en lucha con otros más positivos. Son los que podemos rescatar.

Es un esfuerzo que se hace más difícil, sin embargo, cuando figuras que de alguna forma son respetadas e imitadas normalizan el acto de destruir por gusto. Pienso en Juan Carlos de Borbón, el hombre que recibe el título de rey en su país, que además de actuar como adolescentes al darse una escapada a escondidas (y romperse la cadera), posa con orgullo ante la destrucción que causó sin motivo alguno. ¡Rey de la insensatez!

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¿Qué belleza puede haber en esto? ¿Qué honor existe en terminar con la vida de un animal magnífico y embarrarlo contra un árbol de una manera indigna?

Este lunes, el ejemplo lo dio la cantante Lucero. hasta en una revista de un nivel de calidad y ética extremadamente bajo como la que lo dio a conocer, la mexicana TV Notas, les pareció abominable: “¡Matan por diversión!”, cabeceó (claro es que lo suyo es escandalizar para vender, no creo que les importe mucho en realidad).

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Para sacarle mayor provecho a su hallazgo, el pasquín mezcló algunas fotos de los hijos de Lucero. Pésimo. Pero la respuesta oficial de la intérprete reveló que, en realidad, le da absolutamente igual matar y ser exhibida, sólo le molesta que hayan involucrado a sus niños.

Hay un bicho especialmente destructivo llamado Melissa Bachman, protagonista de un popular espectáculo de televisión en la que su audiencia la acompaña por el mundo mientras ella va destruyendo belleza. “Stop Melissa Bachman” es una campaña de Facebook que tiene 360 mil “likes”.  Échale un ojo.

La patología del destructor por gusto es tan perversa que su actividad, que algunos quieren llamar “deporte”, está siendo despojada de todo aspecto de destreza, aventura o riesgo. Hay un floreciente negocio en hacer la cacería tan fácil que a uno lo llevan sin problemas a donde hay un animal ya listo para que uno lo mate con toda comodidad. Es lo que llaman “leones enlatados”.

La empresa sudafricana Frikkie du Toit Safaris, por ejemplo, ofrece varios paquetes para matar de 3 a 12 animales, en un rango de precios que va de los 7 mil a los 10 mil dólares. Si uno quiere más, es como añadirle papas grandes al combo, por cada leona sólo hay que pagar 5,850 dólares extra. El millonario (no es placer de pobres) se hace así unas fotos con su familia que luego puede llevar a su mansión para presumir de su enorme valentía y virilidad.

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Frikkie Safaris exhibe las tres últimas fotos en su website. Y promueve, para quienes duden de su bondad y su compromiso con dios, partidas de cacería destinadas a financiar “Providers for Christ”, “familias de hombres y mujeres que se fundamentan en los principios de la Biblia”.

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En mi libro “Asante, Africa” (National Geographic, Barcelona, 2009), incluí algunos párrafos sobre los leones enlatados, después de visitar uno de sus fabulosos parques nacionales en la provincia de Kwazulu Natal:

No es el único modelo de parque natural que existe en el país. Otro más se está extendiendo.

El suburbio de Sandton, en el norte de Johannesburgo, es la meca de los grandes negocios en Sudáfrica. Tiene un centro comercial de súperlujo en donde hay varias agencias de viaje. En una de ellas venden paquetes de cacería. Un cartel del organismo oficial de turismo que promueve ese “deporte” dice: “Ve por el trofeo máximo. Siempre es temporada en Sudáfrica, donde la caza más fina del mundo está en la bolsa”.

El mensaje era casi literal: “en la bolsa”. La variedad que anunciaba era la caza de “leones enlatados”: los valientes exploradores compran los animales a empresas que los crían en granjas, los llevan a un terreno cercado y los sueltan para que el cliente tenga una presa segura. No hay escapatoria.

Las condiciones en que se desarrolla la caza en el siglo XX no tienen nada qué ver con lo que vemos en las películas, se acabaron las largas expediciones selváticas a pie. Aunque no estén “enlatados”, hoy los grandes gatos enfrentan a hombres que se levantan tarde para ir a perseguirlos en vehículos de aire acondicionado, grandes ruedas y doble tracción; que cuentan con fusiles automáticos de mira telescópica y precisión milimétrica; que se detienen a comer en tiendas montadas por ayudantes y que muchas veces ya saben dónde está la presa porque los empleados de la compañía dan su localización por radio. En el pasado pocos podían venir a África a cazar. Hacía falta experiencia. Hoy, los clientes pueden ser absolutamente inexpertos si tienen el dinero requerido y abundan las historias de bestias que se retuercen de dolor mientras el tirador dispara una y otra vez sin poder terminar.

Las poblaciones de leones de Botswana han sido diezmadas por estos bravos hombres de acción. Cada vez resulta más difícil encontrar los grandes leones melenudos que todos ellos quieren poner en la sala. En teoría, los guías deberían señalar cuáles son las presas permitidas y las que no se puede matar, pero ninguno de sus clientes quiere viajar hasta el sur de África y pagar miles de dólares para no destruir vida alguna, dada la escasez de grandes presas. Así dan cuenta de hembras embarazadas, madres recientes o ejemplares demasiado jóvenes, cuyas cabezas llevan a Estados Unidos o Gran Bretaña para que casas especializadas les añadan una melena artificial y el cazador pueda mostrar su valiosa pieza con legítimo orgullo.

La falta de machos adultos ha ocasionado que a veces no haya un animal dominante que ahuyente a los jóvenes y éstos se apareen con sus madres y hermanas, entre otros importantes trastornos. La población de la especie disminuyó en 2000 hasta un tercio de lo que era en 1990. Por ello, el gobierno de Botswana decidió suspender los permisos de caza en 2001. La protesta provino de Safari  Club International (SCI), un grupo estadounidense que movilizó a sus afiliados más ilustres para presionar al pobre país africano, entre ellos George Bush padre, el exvicepresidente republicano Dan Quayle y el general Norman Schwarzkopf, jefe de las tropas de EU que atacaron Irak en 1991.

SCI, que se autocalifica de “organización caritativa de cazadores conservacionistas”, publicita en su página web diversos paquetes de cacería. En la lista de precios del de Namibia se indica que quien quiera ir a cazar un cheetah o un leopardo debe pagar 475 dólares diarios por los servicios del cazador profesional que debe ir con él, por un mínimo de 12 días: 6,650 dólares de entrada. Si se prolonga la aventura, más. El cobro de las piezas es aparte: 3,500 por leopardo o cheetah.

En el camino, para no aburrirse, se puede matar casi cualquier cosa con libertad (excepto las jirafas, para lo que se requiere aviso previo y 1,500 dólares por cada una): un kudu, una cebra o un ñu por 1,100, los bonitos impalas y dik diks por 2,000, mientras que los monos babunes y los chacales son casi un regalo: 100 y 50 dólares, solamente.

Como empresa que piensa en sus clientes, SCI ofrece la posibilidad de descontar el 50% si se quiere despachar machos o hembras viejos, o ejemplares anormales, siempre y cuando se añadan a una pieza de trofeo pagada al 100%, nada de aprovecharse para agarrar gangas.

Y como cereza del pastel, un bonito detalle: SCI indica que las aves salen gratis. Se vale matarlas hasta hartarse.

Fuente: http://cuadernosdobleraya.com/

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