El pasado omnipresente

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Por Denise Dresser

¿Qué pasaría si hechos similares a los del 2 de octubre de 1968 ocurrieran en el 2014? ¿Qué ocurriría si el Ejército disparara contra civiles desarmados? ¿Cómo responderían el sistema judicial y el Ejército y sus instituciones? ¿Presenciaríamos a un presidente que reconoce culpas o permite a los militares de alto rango evadirlas? ¿Presenciaríamos a una Suprema Corte que se erige en defensora de los derechos humanos y las garantías individuales o que los ignora? ¿Presenciaríamos a unas televisoras que reportan cabalmente lo ocurrido o aplauden al presidente por actuar con la mano firme mientras celebran que “fue un día soleado”? ¿Los partidos se aprestarían a denunciar a los responsables o intentarían “blindarlos”, como lo hizo el PRI con Cuauhtémoc Gutiérrez? ¿La impunidad inaugurada hace 46 años sería combatida por todos los niveles de gobierno, o más bien los involucrados intentarían protegerse entre sí? ¿El pasado seguiría siendo presente?

En su admirable libro Living in Truth, Vaclav Havel escribe: “En los nuevos tiempos debemos descender hasta el fondo de nuestra miseria para entender la verdad, tal como uno debe descender al final del pozo para ver las estrellas”. Pero en México, en torno al tema de la verdad, estamos atorados a la mitad del camino: el país no desciende hasta el fondo del pozo, pero tampoco sale de él. En México la transparencia tarda en venir y seguimos esperando, como en el caso de Tlatlaya. En México el fin de la impunidad todavía no es un principio apoyado desde el poder, como en tantos casos de priistas prominentes. Ante la guerra sucia del pasado prevalecen las incógnitas del presente. Ante los abusos de ayer persisten los abusos de hoy. Al lado de las familias deshechas de 1968 están paradas las familias de la matanza de San Fernando, entre tantas más. Pasa el tiempo y el esclarecimiento se convierte en una demanda de ciudadanos ignorados, en una colección de hojas marchitas, en una amnesia obligada.

Una amnesia peligrosa, porque, como dice la frase célebre de George Santayana, “aquellos que se olvidan del pasado están condenados a repetirlo”. En México hubo y hay muertos y heridos producto de la violencia desde el Estado. En México hubo y hay perseguidos y desaparecidos. Allí están sus rostros desfigurados, sus narices rotas, sus ojos amoratados, sus familiares desesperados.

En casos de tortura hay víctimas que caminan cojeando. En casos de desapariciones hay familiares en busca de información. En casos de asesinatos políticos hay testigos que han tenido que callar. En casos de corrupción hay todavía cuentas por rendir. Todas las víctimas –las viudas de Acteal, los parientes de perredistas asesinados y campesinos acribillados, todos los que tienen algún muerto o herido, todos los que han contemplado un acto de corrupción– merecen saber que las cosas han cambiado. Me­recen saber que los torturadores y represores y desfalcadores forman parte del pasado. Merecen ser tratados como ciudadanos con derecho a obtener información sobre un Estado que los ha maltratado. La verdad misma entraña una forma de justicia; entraña la reparación de un mundo moral en el que las mentiras son mentiras, las verdades son verdades, y el Estado no es impune.

Pero la impunidad persiste a 46 años del ’68 porque nunca ha sido verdaderamente combatida. Porque nunca se dieron las consignaciones de los responsables de la matanza del 10 de junio de 1971. Porque nunca hubo asignación de responsabilidades a Luis Echeverría y a Mario Moya Palencia y a Pedro Ojeda Paullada y al Ejército Mexicano. Porque nunca hubo un rompimiento claro con el pasado. Porque el presente lo emula. Con la tortura que no termina; con una CNDH que actúa tardía y torpemente en el caso de Tlatlaya; con un sistema judicial que sigue encarcelando a inocentes mientras fabrica culpables; en México, el país donde siempre hay corruptos señalados pero nunca corruptos encarcelados. Y donde todo esto es normal.

Los errores, los escándalos y las fallas no son indicio de catástrofe sino de continuidad. El coyotaje practicado por las televisoras, o la pederastia protegida por un gobernador, o la fortuna ilícita acumulada por un amigo del presidente, o el conflicto de interés de un miembro del gabinete cumpliendo la tarea de supervisar la reforma energética que beneficia a su negocio familiar, no son motivo de castigo sino de chisme. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir. La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales desde 1968 es lo acostumbrado, tolerado, aceptado. Hay demasiados intereses en juego, demasiados negocios qué cuidar, demasiados personajes qué proteger.

Así se vive la política en México. Así la padecen sus habitantes, víctimas involuntarias de una clase política que, como sentencia el Financial Times, “sigue sirviéndose a sí misma”. Lo que Graham Greene llamaría the heart of the matter, “el corazón del asunto”: un sistema político y un andamiaje institucional construido sobre los cimientos de la impunidad garantizada, la complicidad extendida, la protección asegurada, la ciudadanía ignorada desde 1968. Un sistema que sobrevive gracias a la inexistencia de mecanismos imprescindibles de rendición de cuentas, como la reelección. Dado que nunca hubo un deslinde con las peores prácticas del pasado, sobreviven en el presente. Dado que nunca hubo un estado de derecho real, ahora resulta imposible apelar a él. Dado que nunca se diseñaron instrumentos para darle peso a la sociedad, ahora no acarrea grandes costos ignorar sus demandas o atenderlas teatralmente.

Por ello el verdadero reto para el gobierno y la sociedad es entender el significado de un verdadero “Nunca más”. Y eso entrañaría combatir la cultura de la impunidad en los lugares donde nació y creció: en Los Pinos y en el Ejército y en el SNTE y en el sindicato petrolero y en la gubernatura de Puebla, entras tantos sitios más.

Por ello –a 46 años del 2 de octubre de 1968– se vuelve imperativo reclamar la necesidad de la indignación moral. Reclamar con razón que no se preserva el orden potenciando la impunidad, no se construye una sociedad democrática permitiendo la falta de rendición de cuentas de sus élites, no se trascienden los crímenes del pasado y del presente olvidándolos.

Por ello, a 46 años del ’68, no son tiempos de olvidar y archivar. Siguen siendo tiempos de esclarecer y sancionar. No son tiempos de perdón y olvido. Siguen siendo tiempos de justicia y exigencia. No son tiempos de celebrar lo mucho que México ha cambiado. Siguen siendo tiempos de reconocer cuánto le falta por hacerlo. Siguen siendo tiempos de exigir que quienes gobiernan tengan un mínimo de decencia. Porque, como ha escrito Gilberto Rincón Gallardo sobre quienes murieron aquella tarde del 2 de octubre de 1968: “Podían haberlos detenido. Podían haberlos consignado. Podían haberlos juzgado”. Y ese sigue siendo el reto ante quienes participaron y siguen participando en actos de violencia y corrupción y encubrimiento estatal. Denunciarlos, detenerlos, juzgarlos, castigarlos. Hoy y siempre, para que el pasado no siga siendo omnipresente.

Fuente: Proceso

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