Francisco es argentino, por consiguiente sabe de qué se trata el catolicismo en estos nuestros países pobres, donde el sacerdote sigue cumpliendo una función clave, o debería hacerlo como protector de los más débiles y articulador de sus justas demandas. Me atrevo a augurar que el eco del mensaje papal en México, y en el resto de América Latina, alcanzará un registro más nítido y más sonoro que los mensajes de Juan Pablo. No sólo será hablado en español bien claro, lo cual es una ventaja, sino que la personalidad de Francisco y lo que ha dicho y hecho hasta ahora indican que sabrá bien lo que hay que decir a una sociedad adolorida por la violencia y la desigualdad, lastimada por la corrupción de sus políticos y desconcertada por las perspectivas menos que regulares de un futuro que hasta ahora ofrece como única certeza que el gobierno de Enrique Peña Nieto termina en 2018.
En los tres años que ha estado a la cabeza de la comunidad católica, el Papa ha sacudido las estructuras anquilosadas del Vaticano y la conciencia de los católicos. A diferencia de sus predecesores, su visión de la Iglesia y de su misión no es punitiva. Antes al contrario, Francisco ha buscado recuperar la imagen de Dios, en primer lugar, como un padre misericorde que está bien dispuesto a perdonar los pecados y las debilidades de sus hijos, antes que castigarlos porque han violado sus leyes. Sin embargo, su mensaje va en dos direcciones. El papa Francisco, me parece, ha hecho un esfuerzo por recuperar lo que él considera que es la sustancia de la presencia de Dios en un mundo cada vez más oscuro, la misericordia, como apoyo también para que los católicos perdonen los pecados de la Iglesia –veáse el dramático problema del abuso sexual de cientos de miles de niños por parte de sacerdotes–, aunque no lo haya expresado con esas palabras. También quiere, probablemente, acercar a la Iglesia a los millones de pobres que han sido olvidados y a quienes sólo puede prometer una mejor vida en la otra vida, porque el Papa es un radical en términos de la Iglesia, pero no es un revolucionario. Tal vez, el doloroso espectáculo de la desigualdad es el que lo ha llevado a vivir con una modestia completamente ajena a sus predecesores.
Ojalá el presidente Peña Nieto y su esposa, y su prole, recuerden que a este Papa la ostentación del lujo en que viven, casas blancas o azules, o del color que sean, le puede sentar como un tiro. Incluso tendrían que pensar que para él será ofensivo llegar a un país con los problemas sociales que tenemos, que no podemos ocultar por más que se arreglen las banquetas y se pinten las paredes de las ciudades que visitará: Morelia, Ciudad Juárez y San Cristóbal, y que salgan a recibirlo arregladas como si fueran la esposa del sha, la shabanú, lista para asistir a la ceremonia de los Óscares.
Francisco ha elegido como temas de su reinado el perdón y la misericordia, pero no sólo de la Iglesia hacia los creyentes, también de los creyentes entre sí, y de éstos hacia una Iglesia remisa, que el Papa quiere dejar atrás. Su mensaje busca recuperar a Dios, pero no para ejercer autoridad, sino para acompañar al débil, apoyar al pobre, recordar que el mensaje del cristianismo es el perdón y la misericordia. Para ilustrar la generosidad de este mensaje no hay que referirnos más que a la frase sorprendente, ya mítica, que será el sello de este Papa: ¿Y yo quién soy para juzgar?
Fuente: La Jornada