Por Álvaro Delgado
“El odio es la venganza de un cobarde intimidado”, definió el escritor irlandés George Bernard Shaw sobre los seres que, medrosos, atacan desde la oscuridad del anonimato.
El odio es la “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”, define la Real Academia Española sobre tan humano sentimiento cuyo antónimo es el afecto, la inclinación y entrega a alguien o algo: el amor.
En la política, como en la vida, amor y odio caminan en paralelo, en tensión permanente por el juego de intereses que lubrica la disputa incesante por el poder.
El combate político en México nunca ha sido terso ni civilizado: no lo fue durante las décadas del partido único, con el fraude electoral como mecanismo político de Estado, ni con la represión policiaco-militar contra los movimientos populares y las insurrecciones
armadas.
Ni siquiera la etapa de la transición a la democracia, desde la Reforma Política de 1977 hasta la de 1996, estuvo desprovista de expresiones autoritarias, incluida la violencia política, como los más de 500 asesinatos y los fraudes electorales contra la izquierda durante el salinismo y el sexenio de Ernesto Zedillo.
Desde el poder se ejerció el odio contra la disidencia mediante panfletos, hojas volantes o libros de planeada manufactura, como ocurrió durante el sexenio de Luis Echeverría contra el periodista Julio Scherer García y el historiador Daniel Cosío Villegas.
El PRI, con sus abusos, se ganó el rencor, la fobia, la inquina y la rabia, sinónimos de odio, sentimiento que apareció también en un sector de mexicanos contra el Partido Acción Nacional, cuando también practicó el saqueo y la adulteración electoral.
México lleva ya muchos años convulso, en una diatriba que han potenciado las redes sociales que, además, se han corrompido por el anonimato y el uso de los robots en las frenéticas batallas digitales.
“El odio es la venganza de un cobarde intimidado”, definió el escritor irlandés George Bernard Shaw sobre los seres que, medrosos, atacan desde la oscuridad del anonimato.
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador, en 2018, y las decisiones que ha tomado en sus dos primeros años de gobierno han estimulado la emotividad de un sector de mexicanos que, de por sí, lo detestaban desde 2006, cuando se orquestó en su contra una profusa campaña de odio.
En contraposición, López Obrador encuentra en otro sector, más amplio que el de sus detractores, algo muy parecido al amor o a la idolatría, quizá porque por vez primera se ve en él ejerciendo el poder público o porque representa la antítesis de los que lo que también detestan.
La enfermedad del Presidente de la República, al cabo de 10 meses de pandemia, ha llevado a las partes a un choque, con dosis de irracionalidad, que exhibe cuánto odio se ha ido incubando en amplias capas de la sociedad, a menudo estimuladas por los intereses lastimados.
La conducta claridosa y beligerante de López Obrador reta con frecuencia a sus malquerientes y ahora que está infectado por la COVID-19, que por vez primera lo alejó de su habitual conferencia de prensa, no falta quien le desee la muerte como la consumación de su odio.
La mayoría queremos que el Presidente se restablezca pronto y bien, y que se instaure la civilidad en México, sabiendo que la reyerta electoral sólo traerá más dosis de odio que hay que tratar de contrarrestar.
ALVARO.DELGADO@PROCESO.COM.MX
@ALVARO_DELGADO