Por Fabrizio Mejía Madrid
Las imágenes de los migrantes mexicanos a las afueras del hotel Lombardy, donde se hospedaba el Presidente López Obrador en su reunión de trabajo con Joe Biden, terminaron de convencerme de que existe un nuevo arraigo de origen plebeyo y democrático.
La gente que viajó durante horas en autobuses para saludar al mandatario mexicano, lo hizo para sentirse representada, defendida, reivindicada. Una minoría, la que se centró en el aspecto y los botones del Ejecutivo, reprodujo los puntos de referencia antiguos y guió con la más aguda despolitización sus supuestas opiniones políticas. Arriba, en la élite, no se ha movido nada, pero abajo, entre los trabajadores, el marco y sus coordenadas están cambiando. Se va sustituyendo al viejo nacionalismo revolucionario que dictó las reglas de la pertenencia durante más de un siglo y que, hasta donde entiendo, tuvo tres componentes: la derrota, el aguante, y la imperturbabilidad. La cultura del régimen de Partido Único necesitaba fomentarlos como simbología y mecanismo de control: agacharse, permitir los abusos, y apreciar más la estabilidad inamovible a cualquier cambio, porque “más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Su signo fue, como decía Monsiváis, la ceja levantada de Pedro Armendáriz ante la peor de las injusticias.
La derrota fue llevada a grado de mito fundacional: la caída de los indígenas contra los españoles. El mestizo resultante contenía en sí mismo un fracaso de dimensiones civilizatorias y una aspiración nunca cumplida de ser triunfador, blanco, hablar inglés o francés. No importaba si era la oposición de izquierda, social, de derechos, y finalmente la electoral, o si se trataba de un partido de la selección nacional de futbol, la derrota era siempre previsible. La cultura priísta controlaba a sus sujetos con la idea de que no valía la pena resistirse porque no tendría un resultado distinto a resignarse. De ahí, la idea de que no podíamos construir, de que todo era al aventón, sin precisión ni profesionalidad, condenado a ser “una red de agujeros”. Si algo resultaba bien, era “chiripa”, por azar, como El Borras.
El aguante se convirtió, a su vez, en un orgullo. El picante, el alcohol, el ruidero, si se soportan, se convierten en símbolo de valentía. Nunca la defensa de un derecho o del débil, porque eso no convenía al régimen de un solo Partido. Si las mujeres “sufrían en silencio” y los varones apretaban los dientes ante el abuso y el atropello, demostraban su pertenencia a lo que se entendió durante un siglo como ser mexicanos. Al no poder oponerse, “el mexicano” –esa creación posrevolucionaria– vivía como un minotauro solitario, melancólico, en laberintos o jaulas, sostenido tan sólo por su propia obcecación de existir, cuando lo que decretaba la Historia es que se diluyera en los referentes imaginarios que la élite sigue teniendo de los europeos y estadunidenses.
Lo imperturbable fue una lectura política de la despolitización: había que tener cuidado de que no estallara otra Revolución o de que los gringos nos volvieran a invadir. El sistema simbólico se basaba en la Historia para convertirse en un mito de control. Se extendió a casi cualquier expresión pública: “el que se mueve, no sale en la foto”; “el que se enoja, pierde”, que se aplicaba a cualquiera que tratara de quejarse, ya no se diga, indignarse. La paz social era la inmovilidad para no resultar perjudicado y “meterse en política” fue la prudencia de los de antemano asustados. Se sacaron conclusiones de las conductas propiamente “mexicanas” de la inmutabilidad de las ruinas, las cabezas olmecas, las máscaras. De una estética se concluyó una ética. La apatía, la inmovilidad, hizo de la contundencia de la Coatlicue su alegría de vivir.
Me parece que, en ciertos sectores y regiones, se fueron aflojando estos controles simbólicos. Junto con la decadencia del Partido Único y su coletazo –la “alternancia” con Acción Nacional– se abrieron las vías de la indignación, la política como moralidad, la inclusión de los excluidos en un país plebeyo. Veo ya rasgos distintivos del nuevo tipo de arraigo: no esconder el origen barrial o ejidal o migrante; denunciar el color de piel como agente del sistema de castas en que se solidificó la desigualdad; revelar el privilegio como efecto del azar social; poner en duda la superioridad de la “blanquitud”, como aspiración de ser aquello que se llamó “Primer Mundo” o “país desarrollado” y cuya mitología abandonó, primero, quien nunca obtuvo ninguna de sus promesas.
Estamos viendo a una asamblea que crece entorno, abajo, y desborda su nueva inclusión simbólica en un terreno múltiple de culturas que abarca algo más que la extensión geográfica de los que tienen pasaporte mexicano. No está institucionalmente condicionada, como lo pretendió el PRI, sino correlacionada con la República, un espacio de participación pública. Lo electoral no es ni la décima parte de lo que se palpa en las calles, sean mexicanas o estadunidenses. Es justo a lo que se refiere la supuesta élite mexicana cuando dice que los de abajo están “envalentonados” y ya no “respetan las jerarquías” que –aseguran– volverán a instaurarse nada más López Obrador se vaya a su rancho a escribir. Muy probablemente no será así porque lo que se atmosferiza tarda en formarse casi tanto como en disiparse. Y no depende de un resultado electoral.
Fuente: La Jornada