Por Héctor Tajonar/ Proceso
La caída del Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, fue celebrada como el triunfo de la democracia y la libertad, además de haber marcado el final histórico del siglo corto, como lo llamó Eric Hobsbawm. Años después, Estados Unidos, orquestador del derrumbe del mundo soviético, decide construir un muro humillante en su frontera con México. ¿Qué simboliza el Muro del Imperio? ¿Pragmatismo democrático o soberbia imperial? Ambas cosas.
La política interior de Estados Unidos opera como una democracia presidencialista y bipartidista, que se ha polarizado desde el surgimiento del Tea Party, hacia 2009. Ello ha complicado la aprobación de ciertas iniciativas de ley en el Congreso, lo cual explica que el presidente Barack Obama haya tenido que esperar hasta su segundo mandato para impulsar una de las principales ofertas de su primera campaña rumbo a la Casa Blanca. La reforma migratoria integral ha sido aprobada en el Senado por una amplia mayoría de 68 votos a favor –entre ellos 14 senadores republicanos y dos independientes– y 32 en contra. Ahora habrá de ser debatida en la Cámara de Representantes, que tiene mayoría republicana.
Su probable aprobación en la Cámara baja beneficiaría a 11 millones de personas que viven y trabajan en la Unión Americana sin tener los documentos legales para hacerlo, lo cual es de indudable trascendencia. Pero a cambio de ello, los congresistas republicanos exigieron que el proyecto de reforma incluyera medidas que sólo se toman con países enemigos. Entre ellas destaca la terminación de un muro de mil 120 kilómetros (poco más de un tercio de los 3 mil 100 kilómetros de la frontera con México) para evitar que trabajadores indocumentados provenientes de México y Centroamérica ingresen ilegalmente a su territorio. Así mismo, se duplicará la Patrulla Fronteriza con 21 mil agentes más, habrá 86 torres de vigilancia, 286 cámaras fijas, 232 sistemas de vigilancia móviles, más de 4 mil nuevos sensores, cuatro nuevos drones, más de 25 helicópteros –entre ellos 10 Blackhawk–, 30 barcos y otra serie de dispositivos tecnológicos.
Todo ese despliegue de seguridad, para el que se ha calculado un presupuesto de 46 mil millones de dólares a 10 años, parece responder más a un criterio de política partidista que al diseño de una estrategia de seguridad fronteriza racional y eficiente. Cualquier país tiene el derecho de tomar las medidas que juzgue pertinentes para proteger su seguridad, pero tratándose de un complejo asunto bilateral del cual son corresponsables dos países socios y supuestamente amigos, no se justifica ni debe permitirse el oprobioso desdén mostrado por el gobierno estadunidense hacia su vecino del sur.
La democracia de Estados Unidos se asemeja cada vez más a un Estado policiaco, sobre todo después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Espía a sus ciudadanos y a sus aliados, desdeña el derecho internacional para imponer sus intereses, invade países, urde planes para derrocar o asesinar a gobernantes extranjeros, viola los derechos humanos, practica la tortura en cárceles clandestinas (como Guantánamo), entrena militares y policías de países sometidos a su dominio (como México, Proceso 1913) en técnicas de terrorismo y sabotaje; y además construye el Muro del Imperio.
La hegemonía de Estados Unidos surgió después de la Primera Guerra Mundial, tuvo que ser compartida con la Unión Soviética al término de la Segunda, y fue recuperada en 1989. Dicho dominio está sustentado no sólo en su poderío económico y militar, sino en la creencia expresada en el Destino Manifiesto de ser la nación elegida para dominar y guiar al mundo. “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia para el desarrollo del experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”, escribió John O’Sullivan en Democratic Review, en 1845.
Desde entonces, Estados Unidos ha actuado bajo la convicción político-religiosa de estar llamado a ser el amo del mundo. Ello ha derivado en la soberbia imperial que rige su política exterior, que le permite imponer, de manera unilateral, medidas arbitrarias y vejatorias en asuntos bilaterales o internacionales. La condición impuesta por los legisladores republicanos para la aprobación de la reforma migratoria así lo confirma.
La tendencia de la inmigración ilegal se encuentra en su nivel más bajo desde hace décadas. De acuerdo con el Pew Research Hispanic Center, de 2000 a 2010 los cruces anuales disminuyeron de 1 millón a 300 mil. El economista Gordon Hanson, de la Universidad de California en San Diego, afirma que sólo una tercera parte de esa reducción se debió al reforzamiento de las medidas de seguridad y al muro; en tanto que una investigación del Migration Policy Institute, publicado en abril de este año, estima que el flujo anual entre 2011 y 2017 sería de alrededor de 260 mil.
El Departamento de Seguridad Interna (DHS, por sus siglas en inglés) deberá certificar ante el Congreso si la inversión y el despliegue de fuerza planteado en la iniciativa de los republicanos se traduce en una disminución de 90% de los inmigrantes que intentan cruzar de manera ilegal, como condición para iniciar la etapa de legalización de los indocumentados. Habrá que ver si eso ocurre y evaluar si la causa principal de la reducción de flujos migratorios se debe a las medidas de coerción preventiva o a circunstancias económicas.
La soberbia es ciega y sorda. Por eso los gobernantes estadunidenses han desdeñado lo mejor de su tradición democrática en materia de política exterior. Por eso termino este texto con una improvisada traducción en prosa de un fragmento del poema de Robert Frost The Mending Wall (El muro renovado): “Antes de construir un muro debo preguntarme qué protejo, qué bloqueo y a quién puedo ofender. Hay algo en mí que no desea un muro y quiere que se derribe”.
Fuente: Apro