Por Javier Sicilia
Las condiciones para boicotear las elecciones, con el voto nulo o la no asistencia a las urnas, están dadas. Nunca como ahora, en la historia del México moderno, la simbiosis entre política y crimen, y la ausencia, por lo mismo, de una verdadera oferta política que termine con la inseguridad, la corrupción, la miseria, el crimen y la impunidad, han puesto en evidencia no sólo la ausencia del Estado, sino de un verdadero suelo democrático. No obstante, algunos sectores de la sociedad se empeñan en ir a las urnas este próximo 7 de junio.
Fuera de quienes irán por razones no ciudadanas, es decir, por las razones que han destruido la vida política: la coacción, la corrupción y el clientelismo –eso que se define como “el voto duro”–, los verdaderos ciudadanos que votarán lo harán por miedo al vacío, es decir, por el terror a aceptar que no haya nada y que debemos empezar de otra manera, casi desde cero.
No es para menos. Tomar conciencia de una realidad que es la negación del mundo estable que imaginamos, es difícil. Nunca sucede de golpe. Sino poco a poco, a pesar de los estragos. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traicionó, que la mujer amada se acuesta con otro, que las ideas libertarias a las que un día nos entregamos eran la máscara de la tiranía, que el hijo amado no volverá a casa. También nos cuesta aceptar que nuestro país está absolutamente destrozado, que la idea que nos hicimos de la democracia –por las que tantas generaciones lucharon y entregaron sus vidas– es una simulación, y que ir a votar no es otra cosa que llevar al poder a criminales que usan nuestra ilusiones para robarnos, vender la tierra y el agua, permitir que se lleven a nuestros hijos y mantenernos sometidos a las fuerzas del miedo, la impunidad y el horror. Muy pocos se atreven a soportarlo. No bien llegan las elecciones inmediatamente, bajo los pretextos más superficiales del pensamiento político –va a ganar el voto duro del PRI, estos son menos malos que los otros, si no votamos dejaremos el poder a los peores, ¿qué va a suceder si no votamos?–, se dirigen a las urnas para, a los pocos meses, encontrase con el ahondamiento del horror.
Lo que el miedo, que construye esta ilusión democrática, no los deja ver es lo sistémico del problema: el PRI no es un partido. Es, por el contrario, una cultura delincuencial que corroyó el esqueleto político y moral de todos los partidos y de una buena parte de la nación. Cambiar a unos por otros –no hemos dejado de vivirlo sexenio tras sexenio– es repetir ese cultura sistémica y ahondar en el horror de su corrupción. Donde quiera que volvamos el rostro, los partidos políticos, sean de cualquier color, aumentan los crímenes, la impunidad, la corrupción, la represión, las mentiras, las simulaciones y los vínculos con los grupos del crimen organizado.
Sin embargo, en la ilusión, las urnas, que hacen posible esa realidad (cada atrocidad sucedida en este país desde la inexistente transición democrática ha sido sostenida y avalada por la ilusión del voto), vuelven a borrar en la imaginación los estragos, relativizándolos y reduciéndolos a un asunto que la magia de los elegidos borrará. El miedo a aceptar la realidad entrampa a la imaginación en las zonas de confort de lo ilusorio y, como todo miedo, contribuye a legitimar lo inconcebible.
Pese a eso, la realidad se repite una y otra vez. Las noticias con las que a diario nos topamos –la compra del voto, los pleitos entre partidos, los dispendios del dinero público y del crimen organizado en campañas sucias como las del Partido Verde, los asesinados y desaparecidos de todos los días, las violaciones a los derechos humanos, la incompetencia del INE, la ausencia de sentido político de los candidatos y los gobiernos, la inseguridad de cada día, los conflictos de interés, la impunidad, los colusiones de funcionarios públicos con el crimen organizado, el silenciamiento a la libertad de expresión y a la protesta, etcétera– son pruebas de la existencia de la realidad y revelaciones de la irrealidad democrática. Aceptarlo es doloroso. Pero es la única manera de rehacer el país y la vida. La democracia electoral no está en crisis. Murió hace mucho. Sólo existe en la ilusión y el miedo que se refrendan en los comicios electorales y permiten que la realidad de la devastación continúe su espantosa marcha. Ir a las urnas es volverle a entregar un cheque en blanco a esta barbarie y prolongarla en el tiempo de formas cada vez más inauditas.
La política y su fuente democrática necesitan otro lenguaje y otra forma de actuar. Pero eso sólo puede nacer de quienes han aceptado la realidad y comprenden que el lenguaje de las urnas y de las partidocracias es un idioma que perdió sus significados y sólo produce –es la ausencia del sentido– corrupción, caos y muerte. Esta experiencia es la de todos en México. Muchos, sin embargo, por miedo a aceptarla, intoxicados de ilusión, incapacitados para ver que asistimos al desmoronamiento de un mundo que necesita pensarse y rehacerse desde sus cimientos, continuarán creyendo en las elecciones como un dogma de fe e irán a ellas a votar. Entonces, como lo dijeron los zapatistas, la tormenta y la catástrofe que llegarán serán todavía peores.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso