Por Denise Dresser *
En un país de instituciones de peltre, el Instituto Federal Electoral había sido una institución de oro. En un país en el cual la confianza había sido un bien escaso, el IFE la había generado. En México las autoridades electorales durante años provocaban risa; después produjeron respeto. En México los que vigilaban el proceso electoral solían ensuciarlo; entre 1997 y hasta el 2006 aseguraron su limpieza. El IFE se convirtió en la única joya de la corona, la fuente solitaria de orgullo, la diadema de la democracia.
Lamentablemente el PRI y el Partido Verde se han embolsado el oro ciudadano y han otorgado espejitos a cambio: un Instituto Nacional Electoral que ya no asegura la equidad y la limpieza. Ayuda a sabotear ambas.
En la transición del IFE al INE las elecciones se han vuelto, de nuevo, una actividad exótica, extraterrestrse. Otra vez, en ellas participan mapaches y ratones locos, alquimistas y sus allegados. Las irregularidades que habían sido la excepción se han vuelto otra vez la regla. Las contiendas producen la alternancia pero también la permanencia de las peores trampas –como Monex y Soriana–, sobre todo en los estados. Hoy el INE contribuye a preservar el sistema político ensuciándolo. Permite que partidos como el Verde Ecologista violen la ley y tan sólo reciban una suave “amonestación”. Permite que los gobernadores violen el principio de equidad a través de la publicidad. Permite la regresión.
Y es una lástima. Cambiar la cultura del fraude y las prácticas que produjo requirió –parafraseando a Churchill– sangre, sudor, lágrimas. Requirió un levantamiento indígena, un candidato presidencial asesinado, un país en la frontera del caos, un presidente dispuesto a sacrificar a su partido y pagar el precio por ello. Requirió mucho dinero de parte de un país pobre. Pero aún más importante: requirió líderes partidistas más dispuestos a pensar en el futuro del país que en sí mismos. El espectro de la inestabilidad unió en una tarea común –entre 1994 y 1996– a los enemigos más acérrimos: a tirios y a troyanos, a priistas y a panistas, a salinistas y a zedillistas, a quienes querían salvar al sistema y a quienes querían remodelarlo.
Pero hoy el INE ya no está hacienda bien la tarea que le toca, y que va más allá de limpiar elecciones, vigilar partidos, cuidar urnas. También le corresponde someter a escrutinio lo que hacen el PRI, el PAN, el PRD, el Verde Ecologista y los demás para llenarlas. Le corresponde crear una cultura de rendición de cuentas entre quienes preferirían no ser parte de ella. Le corresponde exigir que los partidos comprueben sus gastos cuando se han resistido a hacerlo. Y airear lo que se ha convertido en un pozo de podredumbre: millones gastados y no comprobados, cuentas privadas que esconden recursos públicos, dinero de Pemex que va a parar a las arcas del PRI, amigos de Peña Nieto y del “Niño Verde” que se vuelven enemigos de la transparencia. El INE por mandato debe colocar a los partidos bajo el miscroscopio y descubrir sus miserias. Debe hacer claro y público que debajo de las elecciones que funcionan bien hay un inframundo donde el dinero se usa mal. Pero con su actuación reciente revela que no está a la altura de las expectativas que generó o de la misión que tiene.
En la era del IFE y de las multas millonarias por el Pemexgate y los Amigos de Fox, los partidos vivieron en carne propia la autonomía del instituto y no les gustó. Miraron a los consejeros que eligieron y les pareció que se salieron del huacal. Por eso ahora, en el INE, quieren árbitros a la medida. Quieren abogados que se dediquen a interpretar ad nauseam la ley sin aplicarla. Quieren un Consejo General menos echado para adelante y más echado para atrás. Quieren un Consejo General con poca fibra y mucha docilidad. Quieren un Consejo General que resista el cambio en vez de liderearlo. Y lo han conseguido.
Pero habría que recordarles hoy a los consejeros que ayudan diariamente a la coalición PRI-PVEM: el INE no es suyo. Es nuestro. No pertenece a los líderes partidistas que quisieran apropiarse de él. No pertenece al presidente sino a la población. Y uno de los grandes triunfos del instituto como lo conocimos alguna vez fue la inauguración de lo que Guillermo O’Donnell llama la “rendición de cuentas horizontal”. El IFE es una autoridad que tiene el mandato de supervisar a otras. Crece cuando lo ejerce. Crece cuando institucionaliza la transparencia. Crece cuando le salen los dientes y los usa. Crece cuando no prevalecen las agendas partidistas y las estrategias ilegales que el instituto no sanciona con la suficiente severidad. Crece cuando cumple las tareas que la ciudadanía le pide y no las que los partidos le imponen.
El IFE –hoy INE– tenía razones para sentirse orgulloso de sí mismo. Hoy no. Hoy está en riesgo de perder lo que ha ganado; está en riesgo de retroceder sobre el camino andado en lugar de proseguir con más ahínco sobre él; está en riesgo de partidizar el Consejo General en vez de asegurar su imparcialidad; está en riesgo de colocar en la Comisión de Fiscalización a alguien que cierre los ojos en lugar de poner el dedo sobre la llaga. Un INE partidizado no va a enfrentar el tema del uso electoral de los programas sociales. Un INE domesticado no va a atacarlos.
Ahora que el PRI y el Verde Ecologista intentan remodelar al INE para que se convierta en correa de transmisión de los intereses partidistas en vez de ser valla ciudadana contra ellos, es necesario decir “no”. No a que el Consejo General se torne un club de amigos del “Niño Verde”. No a que los priistas y los verde-ecologistas apoyen allí a quienes prometan velar por su voluntad. Porque en esta metamorfosis de institución autónoma a institución doblegada vemos cómo el PRI y el Partido Verde se roban la joya de la corona. Y a cambio nos entregan puros espejitos.
*Artículo publicado en la edición 1999 e la revista Proceso del 22 de febrero de 2015.