El honor de Jesús Ortega

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Por Sanjuana Martínez

Mi madre dice que quise ser periodista desde que tenía seis años: “A esa edad empezaste a entrevistar a cada persona que llegaba a casa”. Ante ese destino manifiesto, antes de entrar a la universidad, le pregunté por qué la vocación se me echó encima, tan definidamente, tan pronto.

Me miró obviando la respuesta: “Porque tienes una curiosidad infinita y porque te gusta ayudar a la gente”. Mi padre, un hombre que vivió indignado la cobertura oficiosa de la matanza de Tlatelolco y el asesinato de Manuel Buendía, sembró la duda: “Mejor estudia otra cosa, mi hijita, en México, a los buenos periodistas se los chingan”, dijo al más puro estilo norteño.

El mandato paterno se me quedó clavado en el alma, cuestionando mi orientación vocacional. Para entonces, leía y coleccionaba cada semana, la revista Proceso fundada por Julio Scherer y devoraba diariamente todos los periódicos que podía. La escritura llegó muy pronto a mi vida y se quedó, incluso hay algunos poemas, novelas y cuentos por allí guardados.

Intenté anular mi pasión por el periodismo. Me sometí durante varios días a los exámenes de admisión de la Facultad de Psicología en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Los resultados fueron contundentes: “Le gusta la psicología, pero todo indica, que usted prefiere la información. Le sugiero que se inscriba en la Facultad de Ciencias de la Comunicación y estudie la carrera de periodismo”, me dijo la maestra encargada de aplicar los tests.

Sentí un alivio. Mi padre, esperando que yo desistiera, se negó a apoyar económicamente semejante decisión. Y empecé a trabajar como secretaria en una compañía de seguros para costearme mis estudios, un empleo bien remunerado, que luego abandoné, cuando cursaba el cuarto semestre de la especialidad de periodismo, para entrar a trabajar de meritoria y sin percepción salarial, al Diario de Monterrey.

Tenía 20 años, y el jefe de información me mandó a la sección de cultura y sociales. Las mujeres generalmente no cubrían la sección política. Estuve cubriendo artistas y algunas exposiciones de pintura. Mi objetivo era escribir en la sección de locales. Me apasionaba la cobertura política: “Deme una fuente”, le decía todos los días al Sr. José de la Luz, jefe de información. Unos meses después me dijo: “La ciudad es suya”. Sorprendida, lo cuestioné: “¿Qué clase de fuente es esa?”. Con cierto hartazgo contestó: “La acabo de inventar para que me deje de fregar. La ciudad es suya, tráigame notas de la ciudad”.

Me sentí confundida. En parte, había conseguido lo que quería, pero no sabía por donde empezar en una ciudad como Monterrey. Empecé a patear la capital industrial y sus injusticias cotidianas. Fue así como llegué a los movimientos sociales: las manifestaciones de los obreros por el cierre de la Fundidora Monterrey, la huelga de las enfermeras de la Sección 50 de Maestros, las marchas por los desaparecidos de Doña Rosario Ibarra de Piedra…

Me comprometí. Las causas de los más vulnerables no me eran ajenas. A los dos años me gradué y obtuve el título de licenciatura en Ciencias de la Comunicación con especialidad en Periodismo y con una tesis titulada: “Medios masivos: instrumentos de campañas políticas”, sobre las elecciones de 1988 y la “caída” del sistema.

Mi querido maestro de periodismo, José Luis Esquivel, fue presidente de los sinodales y me anunció el resultado: “Ha obtenido Matricula de Honor. A partir de ahora, tiene una misión: regirse por la ética, y servir a los que no tienen voz. Nunca olvide el significado de esta profesión, ser Periodista, es ser defensor de la verdad y la justicia. Estoy seguro que cumplirá”.

Durante más de 30 años, esa máxima ha sido mi guía en la vida. Como periodista, he recordado ese compromiso primigenio al cobijo de la convicción que me ha dado mi vocación, literalmente a prueba de balas. Bendita vocación. No ha sido fácil, porque decidí ejercer mi profesión en uno de los países más peligrosos.

Muy pronto, le di la razón a mi padre. Me adentré en el nauseabundo mundo de la corrupción institucional, investigué las cloacas del sistema político, descubrí las redes de malversación de caudales públicos y claro, tuve que pagar el precio por ello.

Tenía 23 años cuando las primeras llamadas llegaron a mi casa. Mi madre se asustó al principio: “Dígale a su hija que deje de investigar o la matamos”. Optamos por cambiar el número telefónico, descolgarlo, suspender el servicio… Luego, llegaron los coches raros con hombres estacionados frente a la casa, el espionaje, los seguimientos, los allanamientos, el acecho… Eran tiempos difíciles y estaba afectando a mi familia. Decidí dejar el país. Me despedí de mis padres: “Solo son dos años”.

Me fui con una mochila a estudiar un doctorado en periodismo político a la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Trabajé de obrera para sostener mis estudios. Luego, obtuve algunas becas, la mejor y la última, del Instituto de Cooperación Iberoamericano de España.

Me convertí en corresponsal de la revista Proceso y me quedé 20 años en Europa y Estados Unidos. Volví a México hace ocho años. Y muy pronto, volví a sentir ese fétido aliento del hostigamiento. El escándalo por los abusos sexuales del clero católico se extendió luego de que mis reportajes en torno a la protección del Cardenal Norberto Rivera a los curas pederastas, provocaron la apertura de los juicios en su contra por “conspiración a la pederastia”.

“Mi hijita, llevas unos meses aquí, y ya la armasté bien y bonito. ¿No pudiste estar quietecita un ratito?… ¡Piensa en tus hijos!”, me dijo mi madre preocupada cuando arreciaron nuevamente las amenazas, la persecución, los zarpazos del poder queriendo acallar la verdad.

Durante estos años, nuevamente le he dado la razón a mi padre sobre el ejercicio del periodismo en México. Hace tres años sufrí un encarcelamiento ilegal dictado por una jueza corrupta que violó la secrecía del albergue para mujeres maltratadas de Alternativas Pacíficas y secuestró a su directora. Mis reportajes la exhibieron y ella aprovechó mi divorcio para detenerme por una “falta administrativa” sin derecho a la fianza de mil pesos.

Mientras publicaba la investigación de los hornos crematorios del ejército en torno a la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, allanaron mi casa. Me dejaron un mensaje típico de inteligencia militar: defecaron en medio de mi habitación y manosearon mi ropa interior regándola por el piso. Lo denuncié, pero no lo hice público, creyendo que no pasaba nada.

Pocos días después, el 24 de diciembre del 2014, en plena preparación de la cena navideña, la Procuraduría General de la República (PGR) me “invitó” a comparecer por un supuesto “falso testimonio”. Me incomunicó y me retuvo varias horas, hasta que la presión social en las redes surtió efecto y pude pasar la Nochebuena con mi familia.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) me otorgó medidas cautelares que consisten en la vigilancia esporádica de mi domicilio. Me negué a tener escolta, a convertir mi casa en un búnker, a someterme al confinamiento, a callar la voz.

El acoso de los poderosos no ha cesado. Conozco el fétido aliento de la podredumbre del sistema ya agotado, he sentido el miedo, el desasosiego por la seguridad de los que amo. Pero esta es mi opción de vida y con mi familia, hemos aprendido a vivir así, pensando que es el precio que tenemos que pagar quienes queremos un cambio para México, creyendo firmemente que nuestro país merece una clase política guiada por el compromiso de servir, la decencia y el honor.

El honor. ¿Y qué es el honor?, según el Diccionario de la Real Academia Española es la “cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo. Gloria o buena reputación que sigue a la virtud, al mérito o las acciones heroicas, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas de quien se las granjea”.

En diciembre del 2013 publiqué en este mismo medio, una columna titulada “Consumidores de sexo comercial” y un reportaje “Infierno en el Cadillac: sexo poder y lágrimas”. Ambos textos incluyen el contenido del expediente judicial de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal (PJDF) en videos, sobre el caso de trata de mujeres con fines de explotación sexual en varios giros negros propiedad de Alejandro Iglesias Rebollo.

Las víctimas, denunciaron que políticos y funcionarios públicos eran asiduos visitantes del tabledance Cadillac, en el que no sólo las obligaban a todos los caprichos sexuales imaginables, sino que las tatuaban, las golpeaban, las mutilaban e incluso hay testimonios de asesinatos. Una de ellas, en un video grabado por la PGJDF, identificaba como cliente a Jesús Ortega, ex presidente de la Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Ortega ejerció debidamente su derecho de réplica. Y anunció una demanda en mi contra. La interpuso el 6 de diciembre de 2013 en el poder judicial de Nuevo León, ya que la ley en el Distrito Federal es más garantista en términos de libertad de expresión y hubiera sido rechazada.

La demanda, contiene cientos de copias de los mensajes y comentarios que el Señor Ortega recibe en las redes sociales, en especial en Twitter, muchos de los cuáles, son ciertamente negativos y me acusa de dañar su honor y prestigio, de propiciar ese descrédito y mala fama, a partir de la publicación de mi artículo y reportaje.

“La demandada me ha causado daño moral, dañando mi prestigio y mi carrera, menoscabando mi seguridad e integridad física, afectando en mis sentimientos, afectos, creencias, decoro, honor, reputación, vida privada, y la consideración que los demás tienen en mi persona… en los que la demandada, sin ninguna base de veracidad, me hace las imputaciones difamantes, degradantes y calumniosas…”.

Esas “imputaciones” las hizo una víctima que fue rescatada y entrevistada y videograbada por la PGJDF y el Señor Ortega se le olvidó señalar en su demanda, el hecho que él, es una figura pública y ha sufrido un desprestigio no a raíz de mis reportajes, sino desde antes, particularmente por su cuestionada actividad política.

Desde un principio la organización civil, Artículo 19 se hizo cargo de mi defensa y contestamos debidamente la demanda, resaltando la improcedencia de la misma. La demanda, en opinión de mis abogados, está mal hecha y es un delirio, sin fundamento. Me tranquilizaron, diciéndome que su destino sería seguramente ser desechada por el juez.

Para mis abogados, afincados en la Ciudad de México, era difícil defender mi caso, así que decidieron solicitar el traslado. A los pocos meses de intensa búsqueda, nos dijeron que el expediente se había “perdido”. Solicitamos la ayuda de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal quien abrió un expediente al caso y efectivamente confirmó que el expediente no aparecía por ningún lado y que era muy difícil estar rastreando día con día los 73 juzgados de primera instancia, los 26 de cuantía menor y los 20 de proceso oral civil.

En 2015 finalmente el expediente fue ubicado en el juzgado 69 a cargo de la jueza Martha Roselia Garibay Pérez, quién se declaró incompetente para resolver el caso y lo devolvió a Nuevo León. En ese ir y venir, el expediente nuevamente se “perdió”.

Mientras tanto, el Señor Ortega me mandó decir que me retractara y retiraba la demanda y que le diera los nombres de las víctimas. Me negué a ambas cosas. Las víctimas son las más vulnerables.

El pasado martes, empecé a recibir decenas de mensajes en Twitter, en una acción coordinada de bots, señalándome como una “difamador” e informando sobre un supuesto “triunfo” del Señor Ortega.

¿Triunfo? Pero si el Señor Ortega jugó solo en la cancha, sin más jugadores que él mismo, y metió gol sin portero. ¿Cuál triunfo? No se me notificó en tiempo y forma, no se me permitió defenderme, ni tuve derecho a un debido proceso, mucho menos a un juicio justo.

Mis abogados consideran necesaria la reposición del proceso, ni más ni menos. El derecho a estar en igualdad de circunstancias, aunque sabemos que él es un político con todo el poder en un partido que actualmente gobierna la Ciudad de México.

En este procedimiento, el Señor Ortega, no tiene la última palabra. Vamos a luchar. No podemos permitir que se siente este precedente. Nos afecta a todos. Con el “triunfo” del Señor Ortega queda un peligroso e inaceptable precedente para la libertad de expresión. Publicar el contenido de una investigación judicial no debe ser considerado un delito. La batalla acaba de empezar y es por todos.

En estos días, he recordado otra vez a mi padre, que en paz descanse, y le he dado la razón: “En México, a los buenos periodistas, se los chingan”. Es verdad.

Lástima que ya no lo tenga aquí a mi lado, para decirle con un abrazo prolongado y amoroso, que algunos de esos periodistas idealistas que aún creemos en un cambio para México, hemos decidido no dejarnos, no callarnos; aunque en ello, nos juguemos la vida.

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