Un episodio lo define de cuerpo entero. Durante un encuentro con estudiantes del Tecnológico de Monterrey, se le pidió que respondiese con una sola palabra a una serie de frases o preguntas. Un ejercicio habitual para toda figura pública que los demás candidatos afrontaron con mayor o menor fortuna -el ejercicio pone a prueba tanto la agilidad mental como la concisión-, ajustándose a las reglas del juego. El más joven de entre ellos, en cambio, parecía sometido a una tortura: pocas veces se le ha visto tan incómodo. Acostumbrado a contextualizar, detallar, precisar, hacer flashbacks o enhebrar anécdotas -los recursos bien aprendidos en manuales tipo Cómo hablar en público y conquistar a tu auditorio-, a Ricardo Anaya se le hizo casi imposible contestar de manera contundente. Una prueba de que su mayor virtud es también su mayor defecto: su facilidad de palabra o su labia, su capacidad expositiva o su verborrea. Un talento que le permite, como a ninguno de sus rivales, impartir una TED Talk pero le impide decir, de manera puntual, lo que realmente piensa o siente.
La retórica, bien lo sabían los antiguos, es un instrumento que sirve tanto para exponer con habilidad las propias ideas como para ocultarlas detrás de una maraña desprovista de sentido: un revestimiento emotivo e intelectual para transmitir un mensaje o una cortina de humo. A lo largo de la campaña, el candidato del Frente se ha valido de este talento inusual -basta compararlo con los tartamudeos de Zavala, la jerga profesoral de Meade o el laconismo de López Obrador- como su mejor arma de combate, pero es un arma que revela asimismo sus flancos más débiles. Nadie ponía en duda que ganaría el primer debate: estudió a fondo el formato, preparó diligentemente sus dardos, se empeñó en mostrarse agudo, punzante, cerebral: recordemos su mejor golpe de la noche, esas siete de siete con las que pudo noquear definitivamente a Meade.
Es muy probable que en el segundo debate ocurra lo mismo: envalentonado con la ausencia de Zavala, de seguro volverá a ser el triunfador de la noche. Pero la brillantez retórica no es lo único que los electores -a los que él siempre ve como público- esperan de un político. Las encuestas posteriores al primer debate así lo demuestran: Anaya habría sacado un 10 en oratoria, pero su inteligencia suele confundirse con pedantería porque es pedantería: el típico matado -así los llamaban en nuestra época-, empollón o nerd que nunca se equivoca, que nunca pierde los estribos, que tiene una salida siempre aguda y que disfruta, como nadie, al oírse a sí mismo. Consciente de su habilidad, la explota en demasía, demostrando que es de esos políticos que prefieren hablar a escuchar. Es ahí donde AMLO lo supera: sus silencios pueden resultar enervantes, pero dan la impresión -al menos eso: la impresión- de que sus palabras no fueron aprendidas de memoria y algo auténtico se trasluce en sus constantes vacilaciones.
Enamorado de su propia voz, el verdadero Anaya nunca aparece: cuida tanto cada adjetivo y cada verbo, y se engolosina tanto con su ingenio, que los electores no acaban de tener una idea cabal de quién es o de cuáles son sus intenciones. No deja de resultar sorprendente que el candidato que más y mejor habla sea el gran desconocido de la contienda. Afincado en el pretexto de que lidera una coalición variopinta, no se arriesga a exhibir sus propias opiniones, se anda por las ramas, evade las preguntas difíciles o, mejor aún, finge contestarlas sin jamás hacerlo. Recordemos cuando en el debate de Milenio se le exigió confesar sus ganancias mensuales: trató de escurrirse hasta que no le quedó más remedio que pronunciar la fatídica cifra. Solo acorralado revela alguna idea propia: su armadura es su palabrería.
Este domingo de seguro Anaya volverá a aplastar a sus contrincantes, pero no logrará convencer a los indecisos si no se arriesga a dejar de lado su brillante retórica para dejar ver, por un segundo, quién es en verdad.
@jvolpi
Fuente: Reforma