Por Javier Sicilia
En 2014, con el descubrimiento de las fosas clandestinas de Tetelcingo (fosas donde la Fiscalía de Morelos desapareció 117 cuerpos y antecedente del Tráiler de la Muerte de la Fiscalía de Jalisco), se planteó uno de los graves problemas que padece la nación: el divorcio entre los dos pilares en los que se ha fundado la tradición política de Occidente: la legalidad y la legitimidad.
Aun cuando las víctimas y sus organizaciones sabíamos que en esas fosas de Tetelcingo la Fiscalía desapareció cuerpos de personas que estaban siendo buscadas por sus familiares, el gobierno de Morelos se negó a abrirlas bajo el principio de legalidad. “Es –dijo el gobernador Graco Ramírez– una práctica común de las fiscalías y todo está conforme a derecho”.
Apoyados por el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis Raúl González, apelamos entonces a la Secretaría de Gobernación. El argumento que esgrimimos fue: “Ustedes, como gobierno, tienen la legalidad y pueden, como gobierno, impedirnos abrir las fosas. Pero nosotros tenemos la legitimidad. Los invitamos a colocar al lado de la legitimidad la legalidad y a que abramos juntos las fosas. De lo contrario, usando nuestra legitimidad, las abriremos nosotros, y ustedes, usando su legalidad, tendrán que meternos en la cárcel y explicarle a la nación por qué lo hicieron”.
El argumento que entonces esgrimimos fue el mismo de Antígona, en la Grecia del siglo V a.C., ante Creonte, el rey de Tebas, que se negaba, a causa de las leyes del Estado, a enterrar a Polinice, hermano de Antígona, conforme a las leyes religiosas. El mismo que Las suplicantes de Esquilo dirigieron al mismo Creonte para que les devolviera los cuerpos de sus hijos muertos durante la expedición a Tebas.
Gobernación entendió el argumento y, a diferencia de lo sucedido en las tragedias de Sófocles, de Esquilo y México, las víctimas, junto con el Estado, intervenimos las fosas. Hasta el momento no sólo se han entregado 11 cuerpos, sino que cada uno de los 106 restantes están inhumados humanamente y con sus respectivos registros y ADN dentro de gavetas que se encuentran en el panteón Jardines del Recuerdo, en Cuautla.
Por desgracia, ese acto ejemplar en el que legalidad y legitimidad caminaron juntas para enfrentar uno de los flagelos más terribles de la nación: los desaparecidos; ese acto, que debió haberse convertido en política de Estado, quedó devorado por la vorágine de la violencia y el sensacionalismo mediático y político (cuando todo se vuelve importante ya nada lo es), y el divorcio entre legalidad y legitimidad volvió a lanzar a las víctimas a la situación de Antígona y de las Suplicantes. Es decir, a clamar por la legitimidad aplastada por una legalidad que sola, como sucedió desde el 68, ha protegido la desaparición y el crimen.
El acto más significativo de ese clamor surgió durante el Segundo Diálogo por la Paz, la Verdad y la Justicia el 14 de septiembre en las instalaciones del Centro Cultural Universitario Tlatelolco. En el momento en que frente al presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, y los próximos representantes de la Secretaría de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y Alejandro Encinas, pedí un minuto de silencio, muchas víctimas lo interrumpieron para gritar: “¡No queremos silencio! ¡Queremos justicia!”.
Esas víctimas, que han sido maltratadas por el crimen y la legalidad del Estado, que en medio de su indignación y su furor no entendieron el llamado al silencio (un llamar a los ausentes a la presencia de un acto en el que se trazaron la líneas generales para llevar a cabo un proceso de justicia hasta ahora negado), esas víctimas volvían, con su grito, a poner en evidencia el divorcio entre legalidad y legitimidad, entre poder temporal y poder espiritual, entre potestas y auctoritas, entre, dirían Antígona y las Suplicantes, la Justicia que yace soterrada y sin enunciación formal en el sistema legal y que por un momento, en la intervención de las fosas de Tetelcingo, volvió a tomar su lugar junto al Derecho.
Ese clamor es también un llamado al próximo gobierno a que vuelva a unir la legalidad con la legitimidad, un clamor que pide que el principio legitimador de la soberanía en el momento de las elecciones, no se corrompa, como ha sucedido en México, con reglas jurídicamente prefijadas que han terminado por someter la legitimidad popular y destruir el orden político.
Es posible creer que así se hará. Al menos es la respuesta que López Obrado dio al grito de las víctimas y a la propuesta de una política de Estado sobre justicia transicional: “En el momento en que llegue a la Presidencia, pediré perdón a las víctimas y voy a comprometerme para que haya justicia”.
En esa construcción de la justicia, a la que AMLO y los próximos custodios de la Segob se comprometieron, la experiencia con las fosas de Tetelcingo debe ser parte del modelo a seguir en lo que a la intervención de fosas, tanto del crimen organizado como de las fiscalías de todos los estados, se refiere –el desaseo y la perversión de Tetelcingo exigen abrir las de todas las fiscalías–. Eso, y otras acciones, como dotar de refrigeradores y de verdaderos forenses a los Semefos, necesita muchos recursos. No sólo los hay –allí están los cientos de millones de pesos que le recortarán a la Cámara de Diputados–, el sufrimiento del país y su emergencia los necesitan sobre cualquier otra prioridad.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Fuente: Proceso