Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Cada vez es más evidente que bajo el tema de la inseguridad, al menos en estados como Michoacán, subyace una crisis política que viene de muy lejos. No es la ausencia del Estado –una suerte de vacío o tierra de nadie– la que determina la expansión de la delincuencia organizada, sino que ésta aprovecha un modo de hacer política cuya debilidad (por decir lo menos) consiste en la imposibilidad de dar cauce a los conflictos derivados de la evolución natural de la estructura demográfica, regional, social y productiva. La lentitud para dejar atrás los viejos arreglos entre los grupos dominantes revela su inoperancia, deja al descubierto las viciadas relaciones de poder existentes, la ruptura de la cohesión social creada, la exclusión y la desigualdad que marcan con su sello la vida de la sociedad michoacana.
Ese es el contexto en el que surgen tanto la Familia Michoacana como los Templarios, cuyo despliegue y consolidación fueron posibles gracias al crecimiento paralelo de su influencia sobre el aparato estatal. El crimen organizado usa la violencia y el terror, pero aprovecha a su favor los usos y costumbres mediante los cuales se ha ejercido el poder político, el funcionamiento opaco de las instituciones y la administración de la justicia, la impunidad y la corrupción, el clasismo, la discriminación, el centralismo, el caciquismo o el paternalismo, que ya estaban ahí (por eso la victoria sobre estos grupos no se equipara con el descabezamiento de las bandas o la recuperación, ahora sí, del estado de derecho).
Y es que la democracia, en esas condiciones, es instrumentalizable, como lo demuestra el caso Reyna, al dar respiración a esa conjunción del poder del Estado con el negocio criminal, que aspiraba a reconfigurar un nuevo orden. En Michoacán, como en el resto del país, urge una transformación real que, en efecto, ponga en sintonía la vida institucional con las necesidades de la gente, surgidas, como se ha dicho, de la difícil reinserción de México en la economía internacional, que deja un saldo de migración y ruina en las comunidades equiparadas por la desigualdad creciente que anula el respeto por el otro, la desconfianza como premisa de la competencia.
Pretender que el tema de la inseguridad está resuelto por la caída de los principales jefes templarios es, pues, una ilusión que se contradice en cierta forma con la promesa del presidente Peña Nieto de transformar el Estado aplicando un costoso programa de reformas que no se detiene en el ámbito policiaco o judicial, pero que tampoco pude limitarse al auxilio asistencial a las comunidades más desvalidas sin modificar, digámoslo así, los paradigmas que hasta hoy guían la acción social del gobierno. No sólo se trata de desmantelar las redes tejidas por los delincuentes, sino de crear una situación que permita cambios sustantivos en el plano político, restaurar los municipios y sus funciones asegurando la libre participación de los ciudadanos. Pero esto no será factible si la autoridad no entiende el valor de la energía ciudadana que, con los riesgos y ambigüedades conocidas, desató el movimiento de las autodefensas y ahora, en una oscilación pendular, decreta el desarme y la desmovilización sin discriminar entre unos grupos y otros, sin darle una salida política a la situación.
Por más que se defienda al gobernador Fausto Vallejo, es evidente que la detención de Jesús Reyna cuestiona la legitimidad de todo el Ejecutivo. Adquieren otro sentido las denuncias sobre la intervención de la delincuencia en la campaña electoral del actual gobernador, numerosos presidentes municipales y grupos empresariales que apoyaron al PRI bajo cuerda. La responsabilidad penal de Reyna tendrá que ser probada en un juicio, pero la responsabilidad política del gobernador es inexcusable. En otro país, la detención de Reyna ya habría precipitado la renuncia del gobierno en pleno. Aquí no, pues, a pesar de la gravedad de los hechos, el gobierno federal requiere de Fausto Vallejo para acreditar toda la maniobra sin contravenir los límites del federalismo. Peña Nieto ha centrado toda su estrategia en la coordinación entre el poder federal y el de los estados. Pero lo ha hecho por medio del nombramiento de un comisionado cuyas competencias parecen superar a las del propio gobierno michoacano, cuya cooperación es indispensable para evitar que alguien diga, como lo dijo Leonel Godoy en su tiempo, que la intervención federal tenía visos de ocupación a un estado libre y soberano.
La ciudadanía afectada por años detemplarios y estancamiento ve con buenos ojos la declaración presidencial de que limpiará el estado cueste lo que cueste y reanimará la economía local, pero no sabemos si eso será suficiente para restablecer la confianza en la autoridad, en la transparencia de los procesos electorales, en la calidad moral de quienes aspiran a los puestos públicos.
Fuente: La Jornada