Por Gustavo Gordillo
La gravedad de la situación es palpable. Y por más que algunas almas piadosas nos llaman a ver el lado positivo de todo el desastre asociado a la fuga del criminal preso en Almoloya, el hecho es que esto es un desastre: para el presidente, para el gobierno y sobre todo para el país.
El régimen que surgió de la transición expresa cabalmente no sólo las debilidades de la transición misma, sino particularmente el andamiaje sobre el cual se construyó el mito –pero también y hay que subrayarlo, la realidad– del Estado fuerte.
El régimen autoritario sustentado en un partido hegemónico y un presidencialismo exacerbado tenía por referencia central a la Constitución política para enmarcar –y encubrir– los pactos informales con los cuales se alimentó el funcionamiento mismo del sistema. Muchos autores han subrayado este rasgo común a diversos tipos de regímenes autoritarios.
Pero la legitimación de ese régimen por treinta años se sustentó en un intercambio: progreso económico a cambio de control de los mecanismos de decisión política. Funcionó hasta que las clases medias urbanas –claras beneficiarias del desarrollo estabilizador– exigieron alguna forma de democracia a partir del movimiento de 1968, y cuando las élites económicas exigieron intervención en las decisiones de política económica a partir de las sucesivas crisis de fin de sexenio.
La transición política expresada en cambios graduales y profundos de las reglas electorales (1977-1997) coincide con un amplio proceso fallido de modernización económica y política. Se hace elegía de los ajustes automáticos del mercado, pero la mano no tan invisible del Estado promueve deliberadamente la concentración económica. Modernización del capitalismo de compadres.
Todas las élites se llenan la boca de sociedad civil, pero existe un rechazo casi instintivo a toda forma independiente de organización. Se condena retóricamente a las corporaciones gremiales, pero se pacta y fortalece a varias de ellas bloqueando la posibilidad de una reforma auténtica en varios ámbitos, como el educativo y el energético.
Mas grave aún, el éxito de los pactos informales como mecanismo de funcionamiento del aparato estatal suponía legitimidad –la llamada legitimidad del buen gobierno que es más bien el pacto entre las élites–, y el monopolio de la iniciativa política. Lo menos que hemos tenido en los últimos sexenios es buen gobierno y hemos padecido en cambio, el monopolio de la ausencia de iniciativa política.
Lo que ha producido las modernizaciones fallidas es un régimen especial sustentado en lo que el papa Francisco señaló como detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea llamaba «el estiércol del diablo». La ambición desenfrenada de dinero que gobierna.
Éste es un régimen en decadencia gradual y administrada que se desmadeja desde el centro. Desarticula al Estado mismo desde la colonización que los poderes fácticos hacen de sus distintas franjas.
Terminaba mi reciente artículo preguntándome y preguntándoles: cómo pasar de la fragmentación al verdadero pluralismo.
Ninguna reforma será verdadera y útil mientras las elites políticas y económicas no entienden que no estamos en los años setentas. Hay un profundo desconocimiento de las transformaciones que han ocurrido en el país.
El desastre de la fuga del criminal de Almoloya se suma a una serie de episodios dramáticos, cuyo punto de quiebre ha sido la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Graves en sí mismos lo son más por lo que revelan respecto al estado actual de las élites en México.
Nuevamente una profunda reflexión del papa Francisco en su singular discurso en Bolivia es relevante para este momento: yo llamo poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas la pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad.
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Fuente: La Jornada