debilidad generalizaday
problemas sensibles en el esófago. Según comentó la doctora Laura Hernández, médica siquiatra, podría tratarse de
esófago de Barret, que consiste en un cambio de epitelio normal del esófago (células que lo recubren) a uno anormal (se le conoce como metaplasia a ese cambio de epitelio), debido a la exposición continua de ácidos gástricos del estómago al esófago (o sea de abajo para arriba) por enfermedad de reflujo crónico. Y remató:
qué estrés tan importante debió haber traído a cuestas.
No es necesario estar familiarizado con los procesos de somatización para aceptar que en una situación similar muchas personas tarde o temprano enfermarían. Porque no es para menos: de lo que formule la boca del acusado depende, en buena medida, el derrumbe definitivo del mundo en el que él nació, creció y se malcrió. Es el punto más débil en el blindaje histórico del régimen neoliberal y de lo que declara en el juicio será posible ver el interior del régimen oligárquico y neoliberal que se instauró en México durante casi cuatro décadas y que para él fue patio de juegos, universidad y fuente de riquezas.
Veamos: el hombre, nacido en 1974, tenía 14 años cuando se perpetró el golpe de Estado electoral que impuso a Salinas en la Presidencia y que empujó al país en forma abierta y desembozada por la senda del neoliberalismo. Su padre formaba parte del grupo que fue ascendiendo los peldaños de la burocracia priísta hasta hacerse con una enorme cuota de poder en el sexenio de De la Madrid, en el que fue subsecretario del Trabajo; ya en el Salinato, encabezó el Issste y, luego, la Secretaría de Energía.
El ahora acusado pertenece a la segunda generación de hijos de priístas –la primera es la del propio Salinas– que gozaron de preparación académica de élite y acceso fácil a los negocios y que no tuvieron contacto con el México real: se desenvolvían en despachos de lujo, nunca debieron preocuparse de qué comer, cómo transportarse ni dónde vivir, y para ellos el país no era un universo de necesidades insatisfechas, sino un centro comercial pletórico de oportunidades de negocio. En ese ambiente se asoció a Peña Nieto, Videgaray y otros logreros que florecían en el estado de México, en donde el ejercicio del poder era sinónimo de corrupción, tráfico de influencias y completa impunidad.
El último tramo del ciclo neoliberal fue la transposición al ámbito nacional de esa forma de gobernar, y en ella el acusado fue pieza clave desde la transición, en 2012. Jugó con las mismas reglas y operó con ellas la deshonestidad en lo electoral y en lo financiero hasta que, bajo las lógicas del mismo sistema, fue desechado (salió de la dirección de Pemex en 2016) por necesidades políticas del jefe.
Si hubiera que definir en una expresión el mundo en el que creció y se desarrolló el indiciado, acaso la correcta sería la articulación corrupta entre el poder político y el económico. En ella, todo –escuelas, hospitales, arte y cultura, medicamentos, sepelios, policía, seguridad nacional, deuda pública, beneficencia, activismo social, academia, pensiones, medios informativos, automóviles, obras de infraestructura– era visto como negocio para los gobernantes.
Sería ingenuo suponer que la victoria popular de 2018 barrió del todo con esa inmundicia. No: aunque derrotada, persiste, enquistada en los más diversos ámbitos del quehacer nacional, a la espera de un fracaso de la Cuarta Transformación y de una oportunidad para regresar al poder de la Presidencia; prosigue su trabajo de socavar el prestigio y la autoridad del actual gobierno; cuenta con medios poderosos, con mucho dinero y con plumas y rostros que aún gozan de credibilidad entre los incautos y los intoxicados de odio.
De lo que diga o calle el acusado depende, en buena medida, la supervivencia de esos despojos de lo que fue su mundo: si salen a la luz los nombres de amigos y socios que fueron cómplices del saqueo de Pemex, si se divulgan negocios aún ocultos y fortunas escondidas, resultará inevitable el derrumbe definitivo de lo que López Obrador ha llamado adecuadamente la mafia del poder.
La verdad médica dice que la voz se genera en una zona llamada laringe a partir del aire expelido por los pulmones. Pero la vivencia sicológica –y la del canto– sabe que el estómago desempeña un papel fundamental en la fonación. Lo que se tiene guardado y pugna por salir no viene de la tráquea, sino del esófago. En esos tubos, confesar y vomitar son sinónimos.
En el esófago del acusado hay un hervidero de secretos ácidos y corrosivos –las líneas generales se conocen, pero los detalles aún no dichos pueden ser pruebas penales–, capaces de provocar una metaplasia o algo peor al más robusto de los tubos digestivos. Más allá del respeto a los derechos humanos, es evidente la pertinencia de cuidarlo.
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Fuente: La Jornada