Por Jenaro VIllamil
En abril de 2016, en la inauguración del tianguis turístico de Acapulco, el presidente Enrique Peña Nieto pronunció, por primera vez, su diagnóstico de lo que estaba sucediendo en el entorno social mexicano, la caída abrupta de la aceptación de su gobierno, las encendidas críticas a la corrupción, a la frivolidad y a las promesas incumplidas de su sexenio:
“A veces se puede decir, leyendo algunas notas, columnas y comentarios que recojo de aquí y de allá, en donde se dice: es que no hay buen humor, el ánimo está caído, hay un mal ambiente, un mal humor social”.
Peña Nieto argumentó como si el problema del “mal humor social” fuera un asunto pasajero o un fenómeno extendido en todas partes del mundo, debido a las redes sociales, a la explosión de las opiniones ciudadanas en las plataformas digitales, sin la mediación de los grandes corporativos mediáticos, los periódicos o el aparato de control comunicativo.
En mayo del mismo año, en vísperas de las elecciones en 12 entidades, Peña Nieto volvió a abundar sobre el tema en una extensa entrevista con La Jornada. La reportera Rosa Elvira Vargas le preguntó a qué atribuía el “mal humor social” y el mexiquense relativizó el tema:¿
“En parte, es una nueva realidad. No es un tema privativo de México. Cuando me he reunido con otros jefes de Estado, hablan de eso… Las redes sociales han impreso, sin duda, un cambio al sentir social, al humor social, a las formas de expresión”.
Al vincular este tema con los comicios estatales en puerta y la sucesión presidencial de este año, Peña Nieto se autopreguntó y respondió: “¿Y tienen que ver algo (las redes sociales y el mal humor social) con lo que puede ocurrir en el 2018? Creo que no”.
Las elecciones de ese año fueron la primera expresión electoral clara del derrumbe de su gobierno y, por extensión, de los candidatos priistas. El PRI perdió nueve de 12 gubernaturas en juego.
Los escándalos de corrupción de Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge, más los que se fueron acumulando parecían una sucesión de fábulas ajenas a Los Pinos. Como si no formaran parte de la “nueva generación” de priistas que habían recuperado el poder en 2012 con Peña Nieto al frente. Como si eso ocurriera en un país distante, lejano, ajeno a la burbuja presidencial.
Peña Nieto y sus principales asesores insistieron en el error. Para ellos, el malestar ciudadano no tenía relación con su mal gobierno, sino con la ineficacia para “vender” y presumir las bondades de sus reformas estructurales. Era un asunto de “percepción” y no de realidad. Entonces, le invirtieron miles de millones de pesos a la autopercepción.
Las redes sociales eran sus enemigas, sin tomar en cuenta que estas plataformas simplemente facilitaron la expresión del sentir ciudadano en las calles, en las oficinas, en los hogares, en las comunidades más afectadas por la violencia imparable, la corrupción rampante, el cinismo de una clase política -que Peña Nieto encabezó- que presumía sus excesos y su frivolidad, como si vivieran en el reino de Atlacomulco.
Las redes sociales no “inventaron” el mal humor social ni lo exageraron. Simplemente le dieron cauce de salida. La rebelión ciudadana tenía enfrente un gobierno que no cumplió sus promesas de crecimiento, bienestar y disminución de precios en servicios básicos, un presidente que no movía a ningún colaborador señalado de corrupción (porque eso era “signo de debilidad”), un partido que le aplaudía sus ocurrencias y excesos hasta la ignominia (y ahora, se preocupan porque no habrá “contrapesos”, cuando ningún priista se atrevió a criticar de manera abierta lo que estaba sucediendo), expedientes de corrupción que se fueron acumulando, desde “La Casa Blanca” hasta Odebrecht, pasando por el socavón en el Paso Exprés, la segunda fuga de “El Chapo”, la proliferación del robo descarado, la “Estafa Maestra” y el desmantelamiento de los servicios básicos de salud, educación, comunicaciones.
Eso sí, atacaron a los mensajeros o a quienes investigaban la corrupción, no a los corruptos.
El autoengaño los llevó a la tragedia. En agosto de 2017, tras la victoria pírrica en el Estado de México, Peña Nieto y su asesor estelar, Luis Videgaray, creyeron que podían “maquillar” el mal humor social y llevaron a la candidatura presidencial del PRI a un funcionario sin carrera de partido, sin experiencia en campañas, sin expedientes personales de corrupción, pero vinculado al gobierno más señalado por su ineficacia y su impunidad.
“Si gana Meade, ganamos; si pierde Meade, perdió”. Esa parecía ser la ecuación absurda del autoengaño entre Peña y Videgaray, confiados en la lealtad de Meade.
El excanciller perdió la elección, pero el PRI se derrumbó y el peñismo quedó como el enterrador de un sistema agonizante. La paliza del 1 de julio no fue sólo la confirmación de las tendencias electorales que colocaron arriba a López Obrador durante toda la campaña, sino la derrota histórica de una mala lectura de la sociedad mexicana.
Le apostaron al voto del miedo y fracasaron. Le apostaron al desprestigio del candidato de Morena y lo engrandecieron. Minimizaron su capacidad de trabajo durante 12 años recorriendo el país. Justo lo que no hicieron ni Peña, ni Meade, ni Anaya: tomarle el pulso a un país dolido, molesto, enfurecido no por “las redes sociales”, sino por el gobierno más cínico de la historia reciente.
El “voto duro” priista se diluyó porque hasta los ciudadanos que votaban por él respaldaron a López Obrador, no para restaurar el priismo, sino para castigar al líder y presidente que los ignoró durante seis años.
Dos encuestas recientes levantadas tras las elecciones del 1 de julio revelan la magnitud del error de diagnóstico y de ejecución política del peñismo:
1.-Consulta Mitofsky, siempre cercana al sistema, reveló que 62.4% de sus encuestados sentían alegría por el triunfo de López Obrador y 59.6% sentía tranquilidad. Sólo 28.7% expresó “miedo” y un 27.6% “desconfianza”.
¿Cómo una elección pudo cambiar el “mal humor social”? Es algo que merece una explicación de los propios sociólogos, antropólogos y mercadólogos que contrató la Presidencia de la República.
2.-La misma encuesta reveló que la principal expectativa es el mejoramiento de la economía (67.4%), seguida por la seguridad (65%) y la política. El nivel de exigencia es alto: 61% espera que los cambios se den entre un mes y un año. Sólo 5.9% cree que los cambios se verán en más de tres años.
3.-Otra encuesta, realizada por Parametría, también demostró que el voto hacia López Obrador no fue por ignorancia o pobreza y que los jóvenes (de entre 26 y 35 años) concentraron su voto en el candidato presidencial de Morena: 63% de esta población prefirió a López Obrador. Además, 65% de las personas con un rango educativo universitario prefirió al tabasqueño sobre los otros candidatos, seguido de 59% de electores con preparatoria. La clase media también votó por López Obrador: seis de cada 10 personas encuestadas con mayores ingresos optaron por Morena, mientras que el PRI contó con su mayor electorado en aquellas personas con ingresos menores a 785 pesos mensuales.
“La escolaridad y el salario son indicativos de que el perfil de López Obrador ha cambiado respecto a las dos elecciones presidenciales anteriores, en las que participó como candidato en 2006 y en 2012”, señaló Parametría.
Los votantes cambiaron. La clase política que gobernó durante estos últimos 18 años no cambió. El efecto de esta ecuación es una nueva legitimidad que también implicará una gran responsabilidad en los próximos años.