Por Fabrizio Mejía Madrid
Las emociones públicas tienen, desde hace más de siglo y medio, un componente de clase: sólo los trabajadores se expresan en formas que escandalizan el autocontrol de las élites.
Demostrar una emoción en público se asoció desde finales del siglo XIX a lo irracional, por lo que se justificaba plenamente que los trabajadores fueran oprimidos por quienes eran la voz de lo razonable, es decir, de la contención corporal: la élite con sus rituales, formas de hablar y enjuiciar a los demás. La idea se le aplicó también a las mujeres que lloraban, tenían desmayos o convulsiones histéricas. Los hombres de la élite simplemente no tenían emociones, sino sólo sentimientos; llevaban el freno desde antes de sentirlas. Por lo tanto, ellos debían gobernar.
Tanto trabajadores como mujeres fueron caracterizados como “emocionales” para negarles el derecho al voto. Todavía resuenan los argumentos: “Son como niños, incapaces de tomar decisiones que afectarán a todos”, en el caso de los pobres; “carecen del balance del temperamento, por lo que su voto sólo podría surgir de una inestabilidad”, para el caso de las mujeres. Este mismo menosprecio se aplicó a los pueblos colonizados, dentro y fuera de las naciones. Se decía que los originarios eran “explosivos”, “caprichosos”, “temperamentales”. No es que la élite no fuera caprichosa, sino que enjuiciaba a los demás por ello, en masa, como un rasgo no sólo distintivo de su incapacidad para autogobernarse, sino que requería toda una terapéutica, un tratamiento, que eventualmente los habilitara para dirigir.
El resumen lo encontramos en la expresión atribuida al hacendado jalisciense Fernando de la Campa durante el porfiriato. Al despojar a los wixaritari que, en ese tiempo no eran “huicholes”, sino “tribus nómadas”, dijo: “Su carácter es como el de las mujeres, dócil y curioso, de trato delicado. Por eso los recomiendo para sustituir a las sirvientas en las casas”. En el fondo, es lo mismo que Porfirio Díaz, tras 27 años en la presidencia mexicana, sostenía en aquella famosa entrevista con James Creelman del 3 de marzo de 1908: “Arrojar de repente a las masas la responsabilidad total del gobierno habría producido resultados que podían haber desacreditado totalmente la causa del gobierno libre (…) Es un error suponer que el futuro de la democracia en México ha sido puesto en peligro por la prolongada permanencia en el poder de un solo presidente. Creo que la democracia es el único justo principio de gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados”. Es decir, el pueblo del porfiriato todavía no estaba preparado para decidir. No es que Porfirio Díaz no fuera un dictador violento y despiadado, sino que él mismo juzga como racionales los exterminios de pueblos, matanzas y esclavitud en las haciendas: “Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces. Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala; la que se salvó, buena”. Como nadie más podía decidir, él mismo lo hizo sentenciando quién merecía morir y quién vivir. Díaz nunca consideró que los pobres, tan impulsivos, pudieran votar libremente por sus representantes. Cuando dijo célebremente que México estaba “preparado para la democracia” habló de la clase media como autocontenida en sus emociones: “La base de un gobierno democrático la constituye el poder de controlarse. Es la clase media a la que atañe la política”.
La indignación moral desde la que se constituye la política plebeya del presente es vista por la oposición mediática a la 4T a través del mismo prisma porfirista: ven sólo emociones en el obradorismo. Y no emociones positivas, como esperanza, orgullo, amor o fraternidad –de las que se mofan–, sino envidia, capricho, rencor, división. Son esas emociones las que juzgan desde la cúspide que ha promovido la no emoción, la frialdad del neoliberal que desfalca a los ancianos de sus pensiones para comprarse el tercer yate o que arrasa la selva del Amazonas para que su ganado paste. Se les ha llamado sicópatas porque carecen de empatía, compasión y solidaridad con los demás. Son los que, a falta de lenguaje, inventaron los emojis, emoticones, esos dibujitos tan limitados para toda una gama de intensidades, intenciones y sutilezas de las verdaderas emociones.
La insistencia de la coalición de partidos que dirige el magnate Claudio X. González en apelar a la “clase media” es, también, porfirista-tardía. Hablan en su nombre y de la “sociedad civil” como si se tratara de aquella clase “que puede controlarse” de la que hablaba el dictador en 1908. Si los trabajadores o las mujeres no son, en sí mismos, más emocionales que otros, tampoco la clase media –de existir, salvo como ideal de “normalidad” conservadora, patriarcal y capitalista– tendría el monopolio de la contención o la “moderación”. ¿Por qué en esencia deberían de estar ligadas las emociones y su expresión a cierto nivel de ingreso, esos salarios profesionales entre los ricos y los pobres? No suena más que a otra de las justificaciones de la dominación de siempre: apelar a la “clase media” es suponer que el miedo a no pertenecer a la élite los hará “moderados”. O que los estudios de doctorado los facultan para decidir, con toda racionalidad, entre la sangre buena y la mala.
Fuente: La Jornada