Por Sergio Aguayo
Vivimos una guerra irregular y de larga duración contra el crimen organizado. En ella, las intervenciones u omisiones de múltiples actores dan cadencia y destino a las batallas y etapas del conflicto. Recientemente han aparecido señales de que la Iglesia católica comenzó a confrontar abiertamente a los criminales.
Entre los países del mundo occidental, México posee el primer lugar de religiosos católicos asesinados por el crimen organizado. De 1990 a 2015 han sido ejecutados un cardenal, 39 sacerdotes, un diácono y cuatro frailes. Es una tendencia al alza, pues durante los tres años de gobierno de Enrique Peña Nieto han caído 11 sacerdotes (cifras del Centro Católico Multimedial, CCM). Si a lo anterior añadimos los secuestros, los 500 casos de extorsión denunciados y los robos que padecen, se fortalece la hipótesis de que en esta nación hay una persecución religiosa extendida a todas las Iglesias; es diferente a la observable en el Medio Oriente, África o Asia, pero sus consecuencias son similares.
Al interior de los círculos católicos, la explicación más común sobre las causas de este fenómeno la resume Jorge E. Traslosheros, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM: El crimen organizado agrede como parte de una estrategia de adquisición de poder y dinero. Se trata de intimidaciones o “asesinatos ejemplares” para aterrorizar a las comunidades luego de paralizar a quienes las acompañan. Al eliminar o desterrar al sacerdote o a la monja comprometidos, se anula a figuras clave en la formación de capital social positivo, y se erosiona el orden basado en la legalidad y en los valores de civilidad. Es una agresión que aprovecha la ausencia del Estado, la corrupción y la impunidad.
Ante la gravedad de la situación, sorprende la tibieza de los comunicados difundidos por la jerarquía eclesiástica. Ha habido pronunciamientos, por supuesto, pero es necesaria una condena y acciones más enérgicas por parte del episcopado. Por ejemplo, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) se reunió con el presidente Peña durante 2015, pero frente a él guardó silencio respecto de los actos violentos y los asesinatos de sus miembros. Como si los jerarcas no quisieran importunar a los poderosos con quienes conviven todo el tiempo.
Cuando aparece la violencia extrema, la actitud más común de personas e instituciones es la de refugiarse en las trincheras del silencio y susurrar sus angustias y miedos en los espacios cerrados de los pequeños círculos. La violencia política de la década de 1970 mostró las dos caras de la Iglesia católica: un sector elevó la voz a favor de las víctimas y las acompañó, mientras que otro guardó un silencio servil y cómplice. La violencia criminal que aqueja a buena parte del Continente Americano plantea un reto de enorme complejidad a la Iglesia del siglo XXI.
En el caso mexicano, la Iglesia católica ha cambiado en la medida en que se incrementa el número de bajas y se sienten los efectos de un Papa, Francisco, que pide a sus jerarcas salir a la periferia a escuchar los lamentos de su pueblo. Algunos han respondido a ese llamado, confirmado por el Papa al nombrar cardenal al arzobispo de Morelia, Alberto Suárez Inda, quien en su trabajo pastoral no ha vacilado en denunciar los estragos causados por el crimen organizado en Michoacán. En noviembre pasado, los obispos de Acapulco emitieron un “Compromiso por Guerrero y con la Paz” que incluyó consideraciones y propuestas bastante refinadas. Ante el abominable asesinato de Gisela Mota, alcaldesa de Temixco, el obispo de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, se trasladó a la casa de la asesinada a oficiar una misa de cuerpo presente, donde criticó abiertamente a criminales y a funcionarios.
Me detengo en un hecho muy sintomático y poco conocido fuera de algunos círculos católicos: En mayo de 2014 se instaló en territorio mexicano una oficina de la Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia que Sufre. Desde que fue creada en 1947, su misión ha sido auxiliar pastoralmente a la Iglesia necesitada o víctima de la persecución en cualquier parte del mundo. Durante una amplia conversación con motivo de esta columna, la directora de la oficina en México de esta fundación, Julieta Appendini, expresó con claridad su diagnóstico y objetivos: “Las mafias (criminales) están muy bien articuladas, pero el trabajo para hacer el bien en México –y pienso en el trabajo desde la Iglesia– ha tenido muchos problemas (…). No está en el papel, pero uno de los principales objetivos de la oficina de Ayuda a la Iglesia que Sufre en México es articular el trabajo social y humanitario de la Iglesia en [el país], y de los colaboradores de la Iglesia, principalmente los organismos civiles de inspiración cristiana”.
En suma, las instituciones católicas comienzan a entender que deben enfrentar con mayor claridad la violencia criminal. Como eso mismo hacen otras fuerzas y actores, me aventuro a establecer una hipótesis: Se ha iniciado en México una etapa ya recorrida por Italia, Estados Unidos y Colombia, países que lograron acuerdos nacionales contra el crimen organizado. La Iglesia puede jugar un papel importante en ese proceso, siempre y cuando resuelva diversos retos. El principal es trascender su enorme, infinita diversidad para lograr un consenso acerca de cómo debe relacionarse con el Estado, acompañar a las víctimas y atender los problemas de fondo. Es una tarea de enorme complejidad que tiene más posibilidades de cuajar si el Papa Francisco lanza un mensaje claro y directo durante su próxima visita a México.
¿Se pronunciará públicamente sobre esta violencia criminal que asecha a la Iglesia católica y otras aberraciones, o mantendrá un discreto y diplomático silencio? ¿Pedirá a sus obispos que protejan la integridad y la vida de su cuerpo eclesial y de la población? ¿Les recordará que su deber es salir a la periferia que, en el caso de México, se localiza en las trincheras de la guerra irregular? No lo sabemos. Los secretos mejor guardados son el contenido, el lugar y el tono de los discursos que pronunciará Francisco durante su visita. En la Historia, pesan las acciones de actores individuales. El Papa puede ser determinante para que el despertar católico sea una realidad. Las víctimas y México lo necesitan. l
Comentarios: www.sergioaguayo.org
* Colaboró con información e ideas Emilio González González. Agradezco las sugerencias de Bernardo Barranco Villafán.
Fuente: Proceso