Por Adolfo Sánchez Rebolledo
El gobierno prometió transformar México, echarlo a andar, salir del letargo al que lo condujo la política de la improvisación seguida durante los sexenios de la alternancia, cuya estrella polar fue, en el plano de la economía, la misma cantinela que el lejano y triste Consenso de Washington impusiera como fe y destino. Bajo los presidentes panistas, el país cambió, pero no en el sentido en que la historia y la propia realidad empujaban: la democracia no se tradujo en el remozamiento de las instituciones ni implicó la renovación del proyecto nacional como venía exigiéndolo la realidad cada vez con mayor conflictividad social. México siguió siendo el mismo país desigual e injusto en busca de la panacea modernizadora que resuelva sus problemas. La posibilidad de un profundo viraje se frustró sin que la crisis desapareciera.
Con la llegada del presidente Peña Nieto se pretende zanjar de una vez por todas las reformas pendientes en medio de una infinita campaña mediática que promete como si los cambios en el papel fueran de facto modificaciones en las relaciones sociales, cuya situación sin duda cambiará, aunque nadie pueda asegurar si se trata de un avance real en la solución de la crisis estructural o de un camino inédito hacia nuevos desequilibrios sociales y de poder. En esas estamos.
Entre las novedades destacó la decisión del Ejecutivo de reformar la normativa en materia de telecomunicaciones, cuestión cuya trascendencia se había hecho particularmente visible durante la campaña presidencial, pues ya era un hecho que los detentadores de las concesiones se habían convertido en grupos de poder capaces de retar al Estado (y a la sociedad) en la defensa de sus privilegios.
Cabe señalar que, fuera de las disputas puntuales entre los grandes consorcios, las reflexiones y propuestas de significación en esta materia provenían de la sociedad civil, es decir, de instituciones, grupos e individuos independientes que vieron en esa reforma la condición indispensable para acreditar el cambio político en un sentido democrático. Fueron ellas, con sus denuncias concretas y su labor en los espacios públicos ganados a cuenta de normes sacrificios, las que pusieron sobre la mesa los grandes lineamientos para la reforma democrática de los medios que alcanzara notoriedad con el movimiento estudiantil de 2012.
La crítica no se detuvo en la necesidad de crear más opciones, asegurando la competencia y la mejoría de los servicios, evitando las perniciosas prácticas monopólicas vigentes, sino que puso sobre la mesa la urgencia de construir, paralelamente al sistema comercial, otro de carácter público, regido por valores distintos a los que privan en la radio y la televisión con fines de lucro. Como se señala en un documento reciente suscrito por varias entidades sociales, al estar respaldada en recursos fiscales, sin quedar supeditada a prioridades comerciales, queda en condiciones para producir y difundir contenidos de calidad.
Nutrida por criterios como la diversidad cultural, el profesionalismo informativo, la difusión de la ciencia, su estricta laicidad, el respeto a las audiencias, la equidad de género y la innovación y la experimentación, la televisión pública de calidad es un derecho de los ciudadanos. Puede considerarse que, en buena medida, de la calidad de los medios depende la calidad de nuestra convivencia, de nuestra germinal democracia (Medios públicos, esenciales en una sociedad democrática, IETD). Para lograr dichos objetivos, la reforma constitucional prevé la creación de un organismo nacional de radiodifusión pública que será designado por el Senado con la votación de dos tercios de los legisladores y a propuesta del Presidente de la República.
Sin embargo, al conocerse el articulado de la ley secundaria, el tema se desvirtúa al grado de que, conforme al pronunciamiento expedido por la prestigiosa Amedi (Asociación Mexicana por el Derecho a la Información), se pervierte la finalidad de la reforma constitucional, pues en lugar de un organismo nacional de radiodifusión pública con autonomía técnica, operativa, de decisión y gestión, la iniciativa enviada por el Ejecutivo concede al gobierno, a través de la Secretaría de Gobernación, competencias que anulan cualquier posibilidad de cumplir con el mandato constitucional. Se ponen en riesgo los principios mismos que le dieron sentido a la reforma para favorecer la diversidad y el pleno respeto a la libertad de expresión, además de sacrificar a los medios comunitarios e indígenas y excluir a las instituciones de educación superior, como ha denunciado la Amedi.
En los próximos días se verá hasta qué punto las fuerzas que aprobaron la reforma constitucional están dispuestas a que ésta se desvirtúe en función de los arreglos que bajo la mesa alcancen los poderes fácticos con las fuerzas políticas representadas en el Congreso. Ya es un mal síntoma que al retraso se sumen las pifias registradas en una primera y por fuerza provisional lectura del texto de la ley. Obviamente, hay un campo técnico y comercial, incluso tecnológico, que escapa a los conocimientos del ciudadano promedio, pero en esta ley, como en todas, hay asuntos nodales que son de orden político y cualquiera puede juzgarlos. A la pregunta de si los mexicanos, cuya pluralidad está fuera de discusión, tenemos derecho a otra televisión fomentada por el Estado –no por el gobierno– o si debemos conformarnos con lo que existe, pero multiplicado por la competencia comercial, la respuesta tendría que ser obvia. Pero no lo es: bajo la industria del entretenimiento se tejen enormes intereses corporativos, pero también afanes políticos e ideológicos. No en balde ellos ofrecen la primera línea de influencia sobre la población: ninguna idea se puede considerar dominante si no es asumida como propia por los medios, cuyas posturas vemos lo mismo en la educación que en la clasificación de los políticos, según pasen o no por el aro de sus intereses.
Veremos de qué cuero salen más correas.
Fuente: La Jornada