El anuncio de que el Presidente se contagió de covid-19 ha estallado en las redes sociales con toda la estridencia que podría esperarse. Sobra decir que, como cualquier otra cosa relativa a López Obrador, los comentarios cubren toda la gama de posibilidades entre el amor y el odio. Desde los que convocan a círculos de oración para su pronto restablecimiento, hasta los que irresponsablemente le aplican el mal chiste que ya había circulado respecto a Donald Trump, y en realidad en cada país en el que su mandatario ha enfermado: “El covid es lo único en lo que el presidente ha salido positivo”.
Lo cierto es que más allá de la filia o la fobia que a cada quien le merezca el desempeño de este gobierno, a ningún país le conviene que el jefe de las instituciones padezca una crisis de salud, ya no digamos algo más drástico. La inestabilidad en los mercados financieros o la presión que provocaría sobre la moneda nacional no beneficia a nadie (o a casi nadie). En el caso de México, en particular, no hay que olvidar el hecho de que López Obrador llegó al poder como resultado de un profundo malestar en los sectores populares sobre el estado de cosas en el que nos encontrábamos al final del gobierno de Peña Nieto. La exasperación y la rabia por los niveles de corrupción, inseguridad pública y desigualdad social no los inventó Morena ni la labia del ahora Presidente. El tabasqueño es la expresión política de ese descontento y por fortuna para la estabilidad política, se expresó por canales democráticos. La estabilidad social está prendida con alfileres en este país, y uno de esos alfileres es la expectativa de cambio que muchos mexicanos perciben en las propuestas del ahora Presidente, más allá de que tales expectativas estén o no en proceso de cumplirse. El hecho de que el Presidente mantenga niveles de aprobación por encima del 60 por ciento revela que esa esperanza aún sigue vigente.
Mientras las fuerzas políticas alternativas, que institucionalmente se reducen al PRI, PAN y PRD, no tengan una propuesta que se perciba como legítima y viable para responder a las grandes expectativas de esas mayorías, el riesgo de inestabilidad ante la ausencia de López Obrador está a la vista. Todos aquellos que asumen que el problema de México es su gobierno y que el principio de la solución reside en sacar a AMLO de Palacio Nacional, cometen el error de creer que el síntoma es la causa. Es decir, consideran que las arengas incendiarias del líder de Morena es lo que provoca la irritación social, cuando en realidad es lo contrario: es la irritación social lo que ha llevado a esta opción política al poder. En suma, que el Presidente enferme y que ello pueda ser de gravedad, no es algo que beneficie al país, incluyendo a sus adversarios. La ausencia extendida o definitiva del presidente podría abrir cajas de Pandora con efectos impredecibles.
El covid contraído por López Obrador ha provocado todo tipo de comentarios sobre la manera en que el gobierno ha enfrentado a la pandemia. Que el Presidente se haya enfermado es leído como una suerte de moraleja. No usó tapabocas, no suspendió giras ni acató medidas de confinamiento solicitadas a la población por su propio gobierno. Quizá, pero es cierto que buena parte de los mandatarios del planeta también enfermaron. Y hasta cierto punto es explicable. El líder de una nación debe apoyar las medidas de seguridad a seguir dando el ejemplo, por supuesto, pero también representa un símbolo de los esfuerzos de un país para mantenerse activo y en pie pese a la tragedia que abate a la comunidad. Es también la razón por la cual la mitad de los gobernadores se han contagiado, independientemente del partido al que pertenezcan. El soberano se siente obligado a mostrar a los ciudadanos que el gobierno sigue vigente y activo, pese a que pida a la población mantenerse a buen recaudo.
También se ha querido ver en el contagio del Presidente una especie de justicia divina por los desaciertos de la autoridad en el tratamiento de la pandemia. Y ciertamente hay frases desafortunadas del Ejecutivo a lo largo de todos estos meses y existe constancia de las contradicciones e incongruencias en algunas medidas adoptadas. Pero de eso a cargarle a Hugo López-Gatell la responsabilidad de todas esas defunciones es absurdo, salvo que se intente sacar raja política a los muertos. Hay aciertos y desaciertos frente a una epidemia que en realidad desbordó prácticamente a todos los gobiernos. Basta ver lo que está sucediendo con los amotinamientos en los Países Bajos o en Francia o considerar que, pese a los vergonzosos niveles de diabetes y obesidad pre existentes en nuestro país, una docena de naciones siguen por encima en la tasa de defunciones por cada mil habitantes, algunos de ellos del llamado Primer Mundo. Incluso concediendo que en México padecemos un subregistro de casos y fallecimientos, un recorrido por la prensa mundial revela que en cada nación los ciudadanos están convencidos de que sus autoridades son las peores del planeta en el manejo de la pandemia.
Esto no significa dar por bueno el desempeño del gobierno a lo largo de esta tragedia. Habrá que hacer balances y dilucidar responsabilidades en su momento; 150 mil muertos (y contando) son demasiados, por donde se le mire. Pero ningún balance será responsable y de utilidad si le adosamos facturas políticas y fobias ideológicas, de uno y otro bando.
El Presidente se contagió de covid pese a que él habría tenido acceso a la vacuna desde hace semanas. Muchos creían que mentía cuando afirmaba que no se había inoculado. Ahora resulta evidente que decía la verdad cuando afirmó que esperaría su turno, como el resto de los mexicanos. Un mérito o un error, según el cristal con que se le mire. Al margen de eso, esperemos que, por el bien de todos, pronto se recupere.
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Fuente: Milenio