Por Bernardo Barranco
La Basílica de San Pedro vacía, el Papa solitario ante una plaza lluviosa y deshabitada. Las imágenes tienen la fuerza de la elocuencia. El Papa le habla a todo el mundo en un desierto húmedo sobre la tragedia del coronavirus. El mal no sólo ha cimbrado los mercados y derrumbado las monedas, sino que ha trastocado la manera tradicional de las liturgias masivas para celebrar la fe. Los templos se han convertido en territorio peligroso de contagio.
La crisis desafía no sólo la dictadura del mercado, sino que altera la vida cotidiana global. En las grandes ciudades, se suspenden las actividades sociales y se posponen los ciclos educativos. Se prohíben actos que aglomeren multitudes en cines, teatros, museos, bares, restaurantes, estadios, escuelas e iglesias. Muchos centros urbanos lúdicos y bulliciosos se han fantasmalizado, como la imagen despoblada del Papa en el Vaticano.
Las liturgias y los espacios sagrados de las grandes religiones se han perturbado. Catedrales, iglesias, mezquitas y sinagogas son testigos mudos, monumentos de soledad. Palacios sagrados que representan una sociabilidad religiosa hoy imposible.
Las teologías de la culpa anuncian puniciones de Dios y retoman visiones apocalípticas. Sin ir lejos, el obispo de Cuernavaca, Ramón Castro, recupera con simplismo al Dios moralista. Recicla el discurso de odio de ProVida: La pandemia es un grito de Dios a la humanidad ante el desorden social, el aborto, la violencia, la corrupción, la eutanasia y la homosexualidad
. Castro estuvo desacertado y anticlimático ante los difíciles momentos de hoy, para predicar un Dios omnisciente y punitivo. Estuvo mucho mejor el obispo de Toluca, Francisco Javier Chavolla, en una misión peligrosa. Se subió a un helicóptero con su obispo auxiliar para bendecir el valle de Toluca de todos los males del contagio, en una especie de fumigación sagrada. Extraño a Carlos Monsiváis. Pregunta obligada: ¿los creyentes necesitan los suntuosos castillos de Dios para celebrar su fe? Muchas iglesias protestantes rescatan la noción del cristianismo primitivo de tipo profético que vivían con intensidad su fe en pequeñas comunidades diferenciándose del judaísmo tradicional. Muchas de estas comunidades cristianas vivieron bajo las catacumbas debido a la persecución del cristianismo. Otra vía encontramos en los mormones, rescatan en sus raíces históricas y las nociones de Iglesia familia que se practicó en sus inicios orientadas por Joseph Smith en 1830, en el viejo oeste. Sin embargo, Internet y las redes sociales se han impuesto como el recurso más utilizado para atajar las limitaciones que ha impuesto la pandemia. Muchas poseen canales de televisión, pero la mayoría de las iglesias ante cambios en la convivencia social usan las redes sociales con grandes retos, como utilizar un lenguaje litúrgico diferente, así como llevar consuelo y evangelizar vía Internet. Facebook se convierte en templo virtual. ¿Un instrumento que llegó para quedarse? ¿Estamos ante la construcción de una fe virtual?
Otro elemento: la fe y la religiosidad popular crecen ante las desgracias sociales. Sobre todo, en el campo popular se acrecienta la necesidad de una protección que el Estado no puede ofrecer. Los pobres y los desheredados recurren a la Divina Providencia y al pensamiento mágico como recurso de sobrevivencia material y sicológica. La religiosidad de la gente sencilla encuentra amparo en el misterio y el socorro divino. Los pobres de este país han soportado terremotos, inundaciones, sequías, guerras, crimen organizado y gobiernos corruptos. Por ello la religiosidad popular entrecruza lo material y lo espiritual. Es la fe de los sencillos que rebasa los dogmas y doctrinas institucionales. Es la relación peticionaria del pueblo desamparado con la trascendencia. Es la mezcla sincrética con otras sensibilidades religiosas y mágicas que cobijan su sentido de existencia frente a su vulnerabilidad. Lo sagrado otorga, por tanto, sentido de vida frente a la amenaza. La religiosidad popular convierte el milagro en fuerza social esperada, la intervención divina como posibilidad de sobrevivencia y oportunidad de salvación aquí en la tierra cuando todo parece desgracia. Por ello, ante momentos críticos, la devoción a la Virgen de Guadalupe crece de manera descomunal. Representa el manto protector de la madre. Hay que decirlo, esta religiosidad popular es despreciada e incomprendida por la estructura de la Iglesia católica. La mira con recelo, como piedad popular impura
que se desborda en ritos, supersticiones e idolatrías que salen de la ortodoxia institucional.
Por ello lamenté el desprecio a todo este providencialismo popular por las élites intelectuales, a propósito de los detentes religiosos, amuletos y fetiches que mostró el presidente López Obrador en dos mañaneras. Las críticas fueron feroces y mordaces. No pretendo defender a AMLO. El Presidente de un Estado laico no tiene por qué explicitar sus creencias y menos utilizarlas como argumento de orientación en su desempeño público. Sin embargo, a los opinadores, algunos muy respetables, les ganó la animadversión al Presidente y ridiculizaron el universo de creencias populares respetables que han construido penosamente a lo largo de nuestra historia. En otras palabras, no sólo los clérigos ortodoxos recusan la fe del pueblo sencillo, sino las élites intelectuales que desvirtúan parte de la identidad popular sea por desconocimiento, malquerencia u oportunismo político.
Fuente: La Jornada