Por Jesús Silva-Herzog Márquez
El argumento no es opción para un gobierno en democracia. Hacer es hacer y explicar. No basta con la decisión, es indispensable acompañarla de razones y defenderlas públicamente. Un gobierno que no razona, un gobierno incapaz de demostrar públicamente la sensatez de su política y la conveniencia general de sus propuestas infla el globo de la crítica, nutre de todo tipo de especulación conspiratista y, finalmente, se daña a sí mismo. Si el gobierno es mudo será porque sus intenciones son inconfesables.
El gobierno de Peña Nieto se ostentó como portador de un proyecto ambicioso de transformación que no era necesario siquiera explicar. Se decía y se repetía que las reformas que se llevaban a cabo eran ésas que durante lustros no pudieron concretarse. Hablar de las “reformas pendientes” era suficiente. Hace unos meses podía verse un gobierno con prisa que estaba cambiando velozmente las reglas fundamentales del país. Se pisaba el acelerador hasta el fondo pero no era claro a dónde se dirigía el coche. Es que la ambición reformista contrastaba con la desgana retórica. El presidente apostó a una forma de la eficacia liberada de la carga de la justificación. Su estrategia inicial fue precisamente eso: “mover a México”… sin hablarle a México. La política palaciega del Pacto por México fue el escondite ideal para este gobierno sin argumentos. El cuento inicial fue que era ya innecesario hablar de las reformas, había simplemente que hacerlas. No había que perder el tiempo en explicaciones, había que hacer, había que pactar, había que reformar. El consenso logrado parecía argumento pleno: en ausencia de una oposición, el razonamiento parecía dispensable. Pero, tras el breve paréntesis de la unanimidad, la critica ha ocupado el lugar que naturalmente le corresponde en un régimen pluralista. Los partidos han ventilado sus desacuerdos, muchas voces han salido a protestar. Frente a ello, el gobierno federal sigue pertrechado en el silencio y en el capricho.
El gobierno no salió a defender públicamente su reforma energética: dejó la plaza de la discusión a los adversarios del cambio que crecieron ante el retiro del gobierno. La estrategia gubernamental fue una engañosa campaña publicitaria en la televisión y la radio. Ha sido peor el caso de la reforma en telecomunicaciones. ¿Alguien ha escuchado al Secretario de Comunicaciones exponer de manera clara las razones de la iniciativa presidencial? ¿Ha polemizado con sus críticos? ¿Hay algún vocero oficial que presente a las fuerzas políticas y a la sociedad los fundamentos de la propuesta del gobierno? ¿Alguien conoce la réplica gubernamental a la ola de críticas que la iniciativa ha provocado? Así, el debate se ha polarizado de modo absurdo. La crítica ha pintado al gobierno como una tiranía que pretende cancelar todos los derechos, que se ha entregado cínicamente a su patrocinador y que pretende el dominio totalitario de las conciencias. No me sorprende tanto la desmesura de la crítica como la pasividad del gobierno. Parece innecesario insistir en los errores, las inconsistencias y los peligros de la propuesta. Lo insólito es la falta de una respuesta coherente y clara por parte de quienes redactaron la iniciativa de ley. En su ocio, el gobierno otorga.
La política silente del gobierno ha dejado de ser eficaz. Tal vez funcionó en la negociación de una coalición cupular pero parece claro que la prueba parlamentaria pide otra estrategia y exige al gobierno eso de lo que, al parecer, más carece: disposición argumentativa, elocuencia, disposición polémica, habilidad persuasiva. El presidente es incapaz de hilar un argumento y no ha saltado en ningún momento a defender públicamente sus propuestas. Su gabinete tuvo en su Secretario de Hacienda a un vocero elocuente y persuasivo pero hoy, a golpe de equivocaciones, ha perdido cualquier credibilidad. El resto de los colaboradores de Peña Nieto está cortado con la tijera del jefe: la argumentación es un destreza desconocida y aun despreciable.
Un gobierno sin razones no puede seguir portando una camiseta reformista. Una presidencia incapaz de esgrimir argumentos públicamente es una presidencia entregada al capricho. Pedir respaldo sin ofrecer razones es apostar a la sumisión. Esa es la imagen que, cada vez con mayor claridad, proyectan el gobierno y su partido: un poder caprichoso que pide la lealtad de los ojos cerrados.
Fuente: Andar y Ver